México
Amor imposible
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El plan transexenal que se había previsto (el tabasqueño en 2006 y Marcelo en 2012) quedaba destrozado. Dicho de otra manera, esa noche Ebrard no estaba ganando la gubernatura más importante de México, estaba perdiendo la Presidencia del país seis años más tarde. De allí las caras largas.
Desde esa misma noche, Ebrard entendió que el principal obstáculo para llegar a Los Pinos en 2012 no sería el PRI o el PAN, sino su propio nuevo mentor (el primero es Manuel Camacho) y jefe político, Andrés Manuel López Obrador.
Estoy convencido de que entre López Obrador y Ebrard existe un genuino aprecio. Un aprecio que se alimenta de la necesidad mutua: las virtudes de uno subsanan los defectos del otro, y viceversa. López Obrador tiene el carisma, el arrastre popular y la obstinación en las convicciones que están ausentes en Marcelo. Pero éste posee la sofisticación intelectual, el pragmatismo político y una vocación al ejercicio de la gestión pública, que no son naturales para el tabasqueño.
Quizá de allí deviene la fascinación que ha tenido López Obrador por Marcelo Ebrard. Salvo la breve coincidencia que los unió cuando las marchas tabasqueñas al Zócalo en las que Ebrard le habría atendido políticamente en su calidad de funcionario del DF, las trayectorias de ambos han sido absolutamente ajenas.
Ebrard no formó parte de los equipos que han seguido a Andrés Manuel a lo largo de su periplo; primero en las gestas políticas de Tabasco, más tarde en la presidencia del PRD, luego en las movilizaciones contra la política petrolera o, finalmente, en el primer equipo de Gobierno en el Distrito Federal.
Ebrard, un progresista egresado del PRI, se sumó a mediados del sexenio de Fox, y al poco tiempo debió renunciar a la cartera que le asignó López Obrador (secretario de Seguridad Pública) luego del linchamiento de los agentes en Tláhuac. Y pese a todo fue él, Marcelo, el delfín elegido para la sucesión en el Distrito Federal, primero, y en Los Pinos, después.
Lo que nunca se previó es que pudieran ser rivales. Y sin embargo, el embudo de la candidatura anticipa una colisión inexorable. Hasta ahora, Ebrard ha exhibido una prodigiosa habilidad para mantener abiertas sus posibilidades sin violentar su relación con su ex jefe. Sus dotes de equilibrista le han permitido conservar una relación distante, pero amable con el PRD en medio de la feroz batalla entre el partido y Andrés Manuel sin malquererse con este último.
El problema de fondo es que difícilmente López Obrador va a renunciar a la candidatura presidencial de 2012. Y Ebrard sabe que dos candidatos de izquierda en la misma boleta (él por el PRD y el tabasqueño por PT y Convergencia) condena a ambos a una derrota inexorable.
La fórmula discursiva que los dos precandidatos han usado: “La candidatura será para el que esté mejor situado” es un eufemismo para retrasar la decisión final. Y esta decisión no será de otro que López Obrador. Nadie prepara una organización como Morena, el ambicioso Movimiento de Renovación Nacional que el lopezobradorismo ha edificado a lo largo de cuatro años, para luego hacerse graciosamente a un lado.
Morena es el nombre designado a la base social cohesionada del lopezobradorismo. El resultado, poco conocido por la opinión pública, es impresionante. Está formado hasta ahora por casi 700 mil personas con credencial articuladas por 25 mil comités municipales, por un coordinador para cada uno de los 300 distritos electorales, y por 32 coordinadores estatales, cada uno de los cuales responde directamente a López Obrador.
Morena intenta alcanzar la meta de cinco millones de ciudadanos incorporados a esta red, denominados Protagonistas del Cambio Verdadero, en una estructura piramidal que busca que cada “protagonista” movilice a otros cuatro el día de la elección. Estas premisas aritméticas le darían el triunfo a López Obrador en 2012 con cerca de 20 millones de votos (obtuvo 15 en 2006).
La única posibilidad de que Marcelo Ebrard logre la candidatura de la izquierda es que López Obrador renuncie a ella, y eso sólo sucederá si el tabasqueño considera que sus posibilidades en 2012 son escasas frente a la aplanadora priista en torno a Peña Nieto. Pero incluso bajo ese supuesto, López Obrador podría competir el próximo año simplemente para probar electoralmente a MORENA y definir los ajustes para el 2018. Ya en alguna confidencia a un miembro de su equipo, el tabasqueño especuló que si en 2012 no ganan la presidencia en 2018 la tendrán garantizada, luego del desencanto que los mexicanos tendrían con un sexenio priista que se quede lejos de cumplir las expectativas del pueblo.
En cualquier escenario, después de 2012 Morena se convertirá en un nuevo partido político, y probablemente aglutinará a la mayor parte de los partidos actuales de izquierda. A menos que Ebrard piense regresar al priismo, difícilmente se atreverá a desafiar a López Obrador y condenarse al ostracismo.
Por lo demás Marcelo sabe que el premio de consolación es formidable: imponer a su propio candidato en el Distrito Federal, último de los bastiones de la izquierda. En un desafío abierto incluso eso podría perder frente a López Obrador, quien ya demostró su músculo en el caso de “Juanito”.
Los dimes y diretes seguirán durante meses, pero el verdadero fiel de la balanza para definir la candidatura de la izquierda está en el proceso de maduración de Morena. Es allí donde se encuentran las claves y no en los ingeniosos malabarismos del Jefe de Gobierno para mantenerse en la candidatura sin ser atropellado. A menos, claro, que el PAN quiera lanzarlo en alianza, pero esa improbable harina es de otro costal.
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