Jalisco
Según yo
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Ora sí, aunque mis descendientes aseguran que eso ocurrió desde endenantes, ya di el vetustazo. Y es que, cuando aprecio en retrospectiva mis incontables experiencias y me percato de que su vigencia ha caducado, aunque me revuelque la melancolía no puedo más que asumir que eso que tan jubilosamente llamo “mis tiempos” se ubica en un ignoto sitio al que sólo la memoria, si es que no me falla como la digestión, puede acceder.
Escuchar a mis sobrinos planeando lo que harán el siguiente fin de semana me obligó a meter un rewind mental hasta los días en que yo hilvanaba planes para el asueto escolar de las semanas Santa y de Pascua, por entonces un binomio indisoluble al que nadie osaba profanar ni con la idea de ocurrir al colegio. Y así como en mis tiempos identificaba yo a las viejitas porque platicaban que cenaban pozole y tostadas con un diez, por sus risillas adiviné que mis descendientes hacían lo propio al escuchar mis remembranzas cuaresmales, cargadas de prácticas tan en severo contraste con las de hoy, que cualquiera diría que soy un trasnochado jirón del Medievo.
Nomás de entrada, y con una devota tiznada que nos duraba en la frente como tres días, comenzaba un periplo cargado de renuncias y mortificaciones, como no acudir al cine durante la Cuaresma, a no ser que se tratara de acentuar la devoción con libertinas adaptaciones fílmicas de pasajes bíblicos, como El manto sagrado, o piadosas versiones de sucesos tan improbables como el de Marcelino, pan y vino. Si bien creía yo en Jesús, al ver su divino rostro con las facciones de Jeffrey Hunter en Rey de reyes juro que me volví su fan.
Luego, durante la Semana Mayor completita, escuchar la radio era tan reprobable como tararear una canción, especialmente en jueves o viernes santos, a los que debíamos honrar mediante la asistencia a los ceremoniales más largos jamás contados, en los que aprendí a dormir con los ojos abiertos, en medio de cirios olorosos, sermones aburridos y efigies patéticamente cubiertas con una funda morada que poblaban mis pesadillas infantiles.
El calvario doméstico, que siempre me pareció interminable, se acentuaba cada viernes, con la ingestión de cuanta inmundicia carente de proteína animal le dio a mi madre por preparar y adjudicarnos en raciones de una abundancia sacrílega. Nunca, como frente a un rebosante plato de habas flotando en un caldillo viscoso en el que nadaban también trocitos de zanahoria, jitomate y cebolla, percibí mi condición de penitente urgida de expiación. Qué esperanzas que, como hoy, osáramos fantasear siquiera con la posibilidad de unos días en la playa, porque entonces sí se nos aparecía Judas colgando de un árbol.
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