Jalisco

Según yo

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Óigame, no: ora sí se pasó

Mis ignotas dotes de pitonisa improvisada están al alza, o será más bien la forzada abstinencia de nicotina que me está abriendo las puertas de la percepción que, con tres decenios de humo a mi alrededor, las traía emparejaditas. O yo me he vuelto muy atinada en las artes de la predicción, o el señor González que nos gobierna muy predecible en sus peregrinas iniciativas para seguir esponjándonos el talante, cuando creímos que ya no le quedaban excesos por acometer.

El punto es que no hace ni una semana, en la estación radiofónica que me concede un espacio semanal, comentaba con mi gentil interlocutora y conductora del programa sobre las mañitas que agarran algunas damas, no sólo para andar solicitando la augusta venia de su cónyuge hasta para cambiar el tono de los diez pelos que les quedan en la cabeza, sino de presumir que el marido les otorga o niega su permiso para tal o cual diligencia, como si la manifestación de tal avasallamiento pudiera interpretarse como una suprema demostración de pertenencia en exclusiva, que bien podría hasta ser confundida con el amor.

Habida cuenta de que en el citado segmento radial damos eventual vuelo al sarcasmo, la ironía y la irreverencia para referirnos a ciertos usos y costumbres del sufridor género al que me enorgullece pertenecer, el propósito de mi intervención al aire nunca ha sido tirar netas, ni líneas de comportamiento ajustables a las vidas ajenas, sino comentar sobre lo chocarrero de ciertas actitudes en que las mujeres voluntariamente incurrimos, con tal de no sacudirnos el sambenito de “sexo débil”.

Ya puestas en sintonía, conductora y colaboradora coincidimos en la pertinencia de “pedir permiso” cuando no tenemos aún seso y equilibrio para decidir y responsabilizarnos de las consecuencias de nuestras elecciones. Con no poca sorna y harta jiribilla nos referimos en esa ocasión a quienes, tan entradas en años como en kilos, siguen exponiendo su incapacidad para decidir y, encima, publican a los cuatro vientos que el marido es quien asume el rumbo hasta del más irrelevante asunto personal o doméstico.

Y seguramente, con nuestro insustancial intercambio de pareceres al respecto, inspiramos las siempre efervescentes ocurrencias del señor González, a quien convencimos de aprovechar la perenne docilidad femenina (traducción: la consuetudinaria estulticia de algunas congéneres) para elevar a rango de iniciativa la obligación de que las mujeres, aun aquellas que han cumplido con Dios y la vida mediante una generosa cuota de reproducción, apelen a la misericordiosa magnanimidad de su cónyuge para que les conceda la inmerecida gracia de no seguir proyectándose como un tributo semoviente a la fertilidad. Y ay de aquel que, según la beatífica concepción ideológica de González, ose intervenir para que la paridora ejerza su personal y legítimo derecho a la esterilización, porque también sería arremangado con sanciones penales. Como dice el multichambas que atiende a la familia (quien recién completó la media docena de vástagos y no halla la puerta), Emilio “ora sí se pasó”. Que Dios nos agarre confesados o nos confiese agarrados que, para el agobiante efecto, es lo mismo.
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