Jalisco
Según yo
Tras una quincena de comer, vestir y comportarme como una monja cartuja, el dinero escurrido en mis bolsillos seguía contando y tintineando
Si un renombrado individuo, provisto con sólida formación académica, remarcables dotes oratorias, profundo conocimiento de la realidad y remachada experiencia en los vaivenes financieros dijo que existen estoicos mexicanos a quienes basta media docena de billetes de a mil para sobrevivir y hasta para abonar casa, coche y colegiaturas, debe ser cierto o, por lo menos, constituye un reto que vale la pena imponerse, antes que juzgar la temeridad de sus palabras.
Si alguien de sus polendas y envergadura fue capaz de asentar frente a los micrófonos tan enfática aseveración, es porque él mismo ha experimentado los beneficios de la sana y transparente distribución de los centavos propios y ajenos, y eso lo califica para asegurar que, aunque existan millones de rejegos que se pudieran manifestar en contrario y no han sentido que los dineros se han escurrido al interior de sus propios bolsillos, vamos en franca, llana, galopante y delirante recuperación económica.
Y ande usted que, metida en el espinoso y cotidiano asunto de la repartición de los dineros, me percaté de que la oleada de indignados comentarios que durante la presente semana le llovieron al ministro de Hacienda por su insensibilidad, ignorancia y ganas de burlarse del prójimo fueron verdaderos infundios que motivaron a que los inconscientes despilfarrados expusieran los resabios que traen atorados contra los políticos de todas denominaciones, porque la cantidad enunciada es más que suficiente para sobrevivir con algo que podríamos confundir con decoro.
Con esa buena voluntad y optimismo que nuestros gobernantes imaginan que todavía podemos sacar de algún lado, me puse a hacer cuentas de lo que me pueden rendir seis mil varos. Para empezar, en mi particular caso, el rubro de las colegiaturas ya no grava mis emolumentos, toda vez que mis vástagos ya no están en edad de aprender en otra escuela que no sea la de la vida y que ésa se las cobra en especie. Luego, aprecié la insospechada oportunidad de sanear mis contaminados hábitos alimenticios, por medio de la cotidiana ingesta de nopales asados, zanahorias ralladas, tortitas de papa, ejotes con huevo y soya remojada, renunciando a mi tapatía costumbre de bautizar cualquier alimento con limón, porque es hora que el precio de tan indispensable cítrico no baja de la estratósfera.
Valoré de nuevo la coyuntura de ejercitarme como una persona guardosa, cuando advertí el portentoso ahorro que supone vivir en una casa prestada y tener un carro pagado pero, sobre todo, estacionado, para no malgastar en gasolina, mantenimiento y estacionómetros, y a la vez beneficiarse con largas caminatas o servirse del espléndido transporte público que abunda en nuestra urbe.
Tras una quincena de comer, vestir y comportarme como una monja cartuja, el dinero escurrido en mis bolsillos seguía contando y tintineando. Y qué bueno que con tan sustanciosos ahorros conseguí mermar considerablemente el dispendio, porque de otra manera no habría podido solventar la multa que la instancia a cargo del vituperado funcionario me acomodó, por dos meses que no hice mi declaración de ingresos. El puro desacato me extirpó poco más de los seis mil pesos que tan celosamente administré por quince días, con la consigna de completarlos en cuanto escurran de nuevo los centavos a mi bolsillo.
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