Jalisco
Según yo
¡Jesús del huerto!, ¿y eso qué fue? ¡Me metí sin querer al callejón de los granadazos!, aullé espantada mientras sentía que mi auto se sacudía intempestivamente
¡Jesús del huerto!, ¿y eso qué fue? ¡Me metí sin querer al callejón de los granadazos!, aullé espantada mientras sentía que mi auto se sacudía intempestivamente. Y no es paranoia, pero circulando a mediana velocidad por algunos rumbos habituales, y repasando mentalmente los recientes y tupidos hechos que a los tapatíos nos traen medio ciscados, no descarté la posibilidad de que alguna esquirla traicionera hubiera hecho blanco en mi indefenso cochecito azul.
Desconcertada (por no decir rotundamente espantada), recuperé la compostura sobre el asiento y reacomodé las manos al volante, después de la fenomenal sacudida que me zarandeó el espinazo y desperdigó mis avíos por todos lados. ¡Me tronó una llanta!, conjeturé con la certeza de que tan violento reparo, en una calle tranquila y sin visos de alteración, sólo podía obedecer a que un neumático había decidido armar un buen reventón por su cuenta.
Tan peregrina teoría se desvaneció en cuanto medianamente recuperé la cordura, porque de haber sido así, y ateniéndome a mis exiguos conocimientos sobre dinámica automotriz, mi auto no pudo haber seguido rodando con aparente normalidad con una avería semejante.
Justo a punto de apearme para dar con el motivo del estruendo fue que un nuevo estrépito metálico me hizo volver la vista, para encontrarme con que otro incauto prójimo acababa de remontar con violencia aquel abrupto e inopinado promontorio que lo sorprendió en ayunas, igualito que a mí. Y luego siguió otro, y otro, y quién sabe cuántos más, en un delirante ejercicio de estupor compartido, a partir de que algún vecino del lugar, con más iniciativa que pericia arquitectónica, resolvió que cuanto automovilista pasara frente a su casa se detuviera a hacerle una forzada reverencia a su desafiante estulticia, si acaso no hubiese dejado embarrada la suspensión en aquella infame protuberancia.
Y, dijeran ustedes, se trataba de un acto de imbecilidad ilustrada aunque sea con crayolas, pero el ejecutivo gestor de semejante engendro ni siquiera se tomó la molestia de pintarlo para que los no menos imbéciles que pasamos por ahí advirtiéramos su existencia traicionera.
Cabe la posibilidad, desde luego, de que, por razones estéticas y para no desentonar con el asfalto al que honra, decidió pintarlo color asfalto, pero mucho agradeceríamos que nos ahorrara el sobresalto de saltar sobre lo que ni siquiera imaginamos que pueda encontrarse ahí, agazapado, esperándonos para que arraiguemos la convicción de que en esta ciudad cada cual hace lo que le da la gana, sin que medie una autoridad competente que frene los ímpetus urbanísticos y viales de más de algún iluminado. Nomás porque el calambre me hizo extremar la cautela y bajar considerablemente la velocidad, me pude percatar de que, a escasos metros, un nuevo montículo me acechaba, y así hasta sumar tres, sobre la misma calle.
Sentí alivio de no verme inmiscuida en una zacapela de las que han venido sucediendo, pero ciertamente indignada frente a estos actos de prepotencia que alteran la de por sí escaldada tranquilidad ajena.
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