Jalisco

Según yo

Con tantos años, como arrugas que los evidencian, es hora que no aprendo a lidiar con las apreciaciones ajenas sobre el venerable rumbo que debieran tomar mis acciones

¿Por qué yo?, ¿por qué a mí?

Y yo que ese día desperté con ínfulas retozonas y pletóricas de optimismo… Con la perspectiva de abandonar la cama sin un horario imperativo, salirme a desayunar a donde me dirigiera el antojo y completar la mañana cediendo a algunos inofensivos impulsos consumistas, lo único que no me hacía falta era semejante bajón del avión y aterrizaje forzoso en una realidad que, al menos mentalmente, siempre me siento dispuesta a esquivar.

Con tantos años, como arrugas que los evidencian, es hora que no aprendo a lidiar con las apreciaciones ajenas sobre el venerable rumbo que debieran tomar mis acciones, y menos cuando éstas llegan de manera fortuita e inopinada, por boca de un individuo cuya única preocupación es hacer su venta del día, agarrándome como gastada referencia para sustentar sus argumentos. Soy vieja y refunfuñona, pero honesta para reconocerlo yo solita, sin que alguien se tome el privilegio de hacérmelo notar, faltaba más.

Lo afrentoso del asunto fue que, entre las docenas de prójimos que pululábamos por aquel pasillo en el interior de un centro comercial, el promotor librero de un expendio por donde ocasionalmente pasé, tras una observación tan veloz como sumaria, resolvió que yo era la candidata idónea para ensartarme uno de los ejemplares que coronaban una vasta montaña de volúmenes especializados en el combate contra la insatisfacción, la mediocridad y la ausencia de motivaciones para seguir viviendo.

Quise haberle aclarado que esa mañana, en un consciente acto de rebeldía cosmética, no me acogí bajo el manto corrector de alguna firma de embadurnes, pero nomás faltaría que me pusiera yo a dar explicaciones a quien estaba cometiendo la arbitrariedad de enfatizar que su campanuda literatura se redactó pensando, justamente, en personas como yo, en cuyo simple gesto se adivinaban la contrariedad y el desencanto. Su artero comentario, precedido de un ofensivo “nunca es tarde”, me sugirió la indignada posibilidad de darle en la cabeza con el tratado más gordo de autosuperación que encontrara entre sus haberes.

A no ser en los codos, que ni siquiera tengo tan rugosos, ¿en qué parte de mi ajetreada fisonomía aquel sujeto vio reflejada la frustración y el tedio?, ¿cómo es que de repente, nomás a la pasada, se dio cuenta de que no he alcanzado la meta?, ¿cuál meta?, ¿en dónde queda y quién la puso?

No es que menosprecie yo los esfuerzos editoriales de quienes diseñan, redactan y ponen en circulación esos recetarios de felizología. Es evidente que estos inspirados promotores del bien ajeno encontraron su fórmula personal para realizarse, mejorarse, corregirse y aumentarse los fondos en sus respectivos bolsillos, pero de ahí a que se arroguen el derecho de tirarnos línea para hacerla en la vida, pues hay sus diferencias. Pero lo que es aquel empeñoso vendedor, que de gratis me puso en el camino de modificar efectivamente mis actitudes para agriarme el resto del día.
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