Jalisco

Madre fuera del guión

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Si de exaltar mis vaporosas cualidades como progenitora de mi rala estirpe se tratara, ni mis propios hijos me harían un monumento; vamos, ni siquiera uno tan espeluznante como esa mole pechugona que, en plena calzada Independencia, funge como mensaje de prevención al tortícolis que se puede contraer, por voltear al cielo en una posición tan incómoda.

Con toda certeza, no sólo soy de esas madres que, como recién expresó un alto prelado local, estoy “fuera del papel que por naturaleza exige mi misión en este mundo", sino que anualmente, desde que tuve el inenarrable privilegio de comenzarme a reproducir, he venido cometiendo el peor y más aberrante de los pecados: denostar el 10 de mayo y su infame parafernalia que ahora les ha dado por instalar el mes entero.

Aún recuerdo el día que, hará cosa de cuatro lustros, osé profanar tan celebrado vínculo con mis reticencias lanzadas al aire desde una cabina radiofónica, en plenas vísperas de un 10 de mayo. Sin mucha solemnidad y conciencia muy ligera, expresaba yo el dudoso homenaje que supone para la festejada meterse en un brete previo que, por citar un ejemplo, en lo particular me sustrajo tiempo, atención, energía, paciencia y dineros que no me abundaban, para invertirlos en caracterizar a mi retoña como coneja y a su hermano, como ratón vaquero, con tal de observarlos brincotear en una dispersa coreografía, bajo el inclemente Sol de un árido patio escolar. Y luego, asoleada y acalambrada por mantenerme de pie sobre unos tacones que no usaba de habitual, debía correr a disponer una multitudinaria comida a la que, a falta de una madre propia, concurrían todos mis cuñados para festejar a la que les quedaba más cercana y quien, además de atenderlos, debía agradecerles su consideración y gentileza.

Asimismo, narré el infausto día que mi pequeñín, adornándose con un regalo que también sangró el erario personal, cometió la afrenta de obsequiarme un coqueto delantal con sus manitas pintadas en el mismo, pero algo así como cinco tallas menor que mi augusta cintura, sumiéndome en el más ominoso de los desencantos e incitándome a que el dichoso día, en lo sucesivo, me cayera más gordo de lo que ya me caía. De sobra está decir que los teléfonos en cabina comenzaron a repiquetear para echarme en cara mi atrevimiento, mi falta de respeto hacia el excelso parentesco que, desde luego, no merecía yo por insensible, deslenguada y sacrílega. No hubo una sola que coincidiera conmigo en que es la única fiesta en la que la homenajeada se lleva la peor parte.

He terminado por asumir que soy extraterrestre o siempre me ha resultado particularmente ocioso, aburrido y ridículo apegarme a un guión diseñado por la mercadotecnia y llevado hasta la veneración por los millones de prójimos que ese día, con las madres propias y ajenas como pretexto, se dan a los excesos culinarios, etílicos, musicales, consumistas y verbales. Algo debe habérseme fundido en el proceso, porque nunca me he reconciliado con la idea de ser, por un día al año, el sujeto receptor de una plancha o de la inopinada simpatía de quien no me conoce ni sabe a quién parí, pero que sólo por ese hecho merezco una tarjeta que lo ensalce, un  chocolatito, una flor envuelta en celofán o cientos de mensajes mediáticos recargados de cursilería.
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