Jalisco
Langostinos y muerte; la última comida
Los atacantes no revelaron su propósito hasta que vertieron el contenido de sus armas en el cuerpo del infortunado hombre
Situación distante cuando se tiene un empleo que atribuye un cierre obligado hasta que el último comensal ingiere su “alimento final”. Pero volver a un plano literal el que, en realidad, se trate de un banquete que cobrará la existencia de quien lo ingiera, resulta absurdo y distante; por ello las medidas de seguridad en un sitio concurrido por decenas de familias nunca fue la prioridad para los dueños del “Langostino Sonriente”.
Francisco atendía una zona prácticamente vacía; el reloj marcaba las seis y media, por lo que resultaba poco probable que alguien más llegara a solicitar el menú. Supuso que era el momento preciso para deshacerse del delantal de trabajo, pero la idea rápidamente fue desechada. Un hombre de mediana edad se acercó con él: precisaba de una mesa para 12 individuos.
Lamentable y no: la gratificación por su servicio quizás sería bondadosa. El titubeo para iniciar con el ritual de salida se acabó; la decisión de partir habría significado la libertad, pero ahora no hay manera de impedirlo, pues además del hambriento individuo que solicitó servicio, las inertes mesas que antes vestían soledad rápidamente comenzaron a poblarse. Escenario extraño para un martes en noche, aunque el bolsillo ya sentía incrementarse.
Peticiones, órdenes y uno que otro reclamo a causa del hambre que impacientaba a las personas congregadas en el área dos; el solitario individuo que llegó primero a solicitar alimentos ya era acompañado por seis personas más. Después llegaron otras tantas...
“Una orden de langostinos a la plancha, a la mesa 15”, se escuchó por el pequeño pasillo cercano al área de la caja. El chocar de los cubiertos entre sí imperaba en un ambiente que, extrañamente, se sentía tenso... Por lo demás, los cocineros apuraban su labor y, así, satisfacían una vasta cantidad de estómagos desesperados.
Una vibra “normal” arropaba el restaurante, cuando Francisco notó que tres hombres ataviados con colores oscuros se sumaban a la decena que ya poblaba la mesa 15. “Raro”, pensó, pues los extraños se detuvieron justo detrás del hombre aquél que apenas recibía su orden. Las mesas no alcanzarían para todos, pero al final, discernir por el acomodo del grupo no era su labor sino hasta que alguien le llamase para acercar una nueva mesa a los “conocidos” que se sumaban al grupo.
Obvió que en breve sería llamado, pero un tirón en su brazo le obligó a prestar servicio a otro cliente, quien solicitó le acercara una cerveza, por lo que su atención a todos quienes ahí se hallaban era efímera. No había forma de detenerse y pensar a detalle.
El tiempo transcurrió con lentitud inusitada; el breve momento que requiere acudir al área de bebidas y regresar con el cliente cuya garganta se encuentra seca se cumplía, cuando el trío de sombras actuó, ventajoso.
Una serie interminable de estallidos retumbaron el lugar, tal y como si la cocina estallara en pedazos. No fue así.
Los tres individuos que “escoltaban” la mesa 15 atentaron contra la humanidad del hombre aquel, cuyo alimento quedó teñido en rojo a causa de los golpes que entraron por su espalda y mostraron muerte a su salida por el pecho.
Nadie advirtió sospecha en esos sujetos, cuyo sigilo les permitió acercarse a su víctima sin que la faceta de verdugo se revelara. Nunca se esperó que el trío desenfundara armas, ni mucho menos que las detonara a quemarropa contra un sujeto que les daba la espalda.
Humo y ruido, autos y gritos, luces, prisas; muertos y vivos, como escenario. El ruido detonado por los proyectiles se alejaba al tiempo que aquellos sicarios hacían lo propio rumbo a la salida. Entretanto, la fuerza del índice en su idilio intenso con el gatillo no cesó, la prueba fueron los más de 30 cascajos percutidos asegurados rato más tarde.
Todos los presentes miraban hacia el suelo. El instinto innato de supervivencia arrojó pecho-tierra a quienes no estaban en la lista negra de aquellos sicarios, en tanto dos ojos miraban, atónitos, la dantesca escena de un cuerpo inerte retorcerse a causa de los proyectiles que, violentamente, lo hacían golpearse contra el platillo que había elegido como cena.
Al final, el hombre no vivió lo suficiente para padecer el dolor agudo que habría significado el ataque. La rapidez con que obró la guadaña de la muerte le dio el placer de la oscuridad temprana.
Francisco, por su parte, menciona que atestiguar un acto donde la muerte tomó dos almas como propias y causó pánico en su clientela, es brutal, pues la piedad no dio un asomo de existencia. El significado que posee ahora por la vida, sobretodo desde el momento en que uno de aquellos proyectiles que hirieron y provocaron muerte por poco acierta en una niña de la edad de su hija, es radicalmente opuesto.
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