Jalisco

La crónica negra

Cuando una madre acaba con su descendencia

Motivos de una rabieta: varios, pero ninguno tan grande como para terminar de tajo con la vida de aquello que uno mismo creó. La descendencia es sagrada, o al menos así ha sido establecido en el imaginario colectivo de uno de los países más distinguidos por su paternalismo en todo el orbe como lo es México.

En contraste con los buenos deseos que viajan de la mano de unas fechas repletas de sentimentalismo y derroche, ese 16 de diciembre la muerte visitó el Fraccionamiento Santa Fe, y al tocar la puerta de una modesta casa de interés social, entró en una joven madre que trasladó el desespero de la dama blanca hacia los únicos que se encontraban cerca de ella, finalizando con sus vidas. Se trataba de sus dos hijos.

Nunca alegó demencia ante los investigadores que se encargaron de interrogarla. Algo que la sociedad entera esperaba con ansia, en vista de la forma por demás cruel con la cual acabó con sus pequeños niños: encerrándolos en una casa en llamas. Diana Rosa Pérez Esqueda trató de que el hecho fuera visto como un accidente, pero la forma extraña en la que se condujo hacia sus vecinos cuando recibió la impactante noticia del deceso de sus hijos no dejó lugar a dudas y, tras el primer careo con una placa, se confesó como autora material e intelectual del lamentable hecho que hoy la mantiene tras las rejas.

“Problemas comunes de pareja” fue el único alegato que dio ante la evidente imposibilidad de pretextar un hecho al que sus vecinos dan un calificativo contundente: abominable. Su otro discurso fue guarecerse en su corta edad, declarando una incuestionable torpeza e inmadurez en su proceder como madre, devenida por la brevedad de los días que ha existido. No obstante, ninguno de esos discursos fue tomado en cuenta y, tras la resolución de las autoridades, las celdas del Centro Femenil de Puente Grande se hicieron de una nueva huésped. Una que resulta un tanto incómoda para una población de reclusas, en su mayoría conflictuadas por la negativa legal para poder cargar en brazos al hijo que dejaron fuera.
“Justo el día en que las fiestas decembrinas comenzaron, una doble tragedia tuvo lugar en el fraccionamiento Santa Fe, ubicado en Tlajomulco de Zúñiga. Dos niños perecieron asfixiados en el interior de su domicilio cuando éste comenzó a incendiarse”, citaron los medios en la hipótesis que se resolvió tras dos días de búsqueda exhaustiva por parte de las autoridades investigadoras de Tlajomulco.

El lamentable hecho sucedió a eso de las 12:30 horas en la calle San Jerónimo número 255, Cluster 48. La mujer que se ganó el desprecio unánime de la comunidad jalisciense tomó la fatal determinación cuando su marido salió a trabajar y el rencor hacia él la atacó sin cesar, tras recordar una pugna sin sentido acaecida la noche anterior, misma que la parricida confesa no ha querido revelar en específico. Sobresaturada por un resentimiento que no desapareció tras una larga noche de desvelo y un desayuno insípido, procesó el método que mejor le pareció para infligir dolor al hombre que la fastidió a tal grado que la relación sanguínea se extinguió por completo. Dos pequeños niños (de tres y cuatro años) se acercaron en el punto más álgido de su perverso cavilar y la idea llegó al instante. Siniestra, horrenda, inhumana… y la llevó a cabo tal como la planeó…

Un par de fósforos y un sofá corroído por el tiempo pasaron por su vista y la imagen se formó en su mente. Su coartada: una breve salida a la tienda, su pretexto de adquirir los víveres necesarios para elaborar la comida que sus “seres queridos” requerían.

Con un tinte de sadismo, mantuvo a sus hijos en el interior de la pequeña residencia y prendió el destartalado mueble. Acto seguido echó llave al portal de acceso y emprendió una rápida y despreocupada caminata a una tienda lejana. El resto sería obra del destino.

El fuego que, en cuestión de minutos, emanó del sitio en que su papá acostumbraba a ver el futbol alertó a los niños, y el humo que a su vez desprendían las llamas comenzó a filtrarse en sus pequeños pulmones. Los gritos instintivos de ayuda no hicieron sino acelerar lo inevitable, el desmayo seguido de un nunca despertar.

Ismael Alejandro y Erik Abraham Villa Pérez fueron socorridos por sus vecinos, quienes no pudieron hacer más que llorar desde el exterior, en un intento vano por deshacer con sus lágrimas las estructuras de acero que impidieron la vida a dos niños inocentes.
El llamado a las autoridades no se hizo esperar, pero cuando las herramientas de los rescatistas lograron vulnerar la seguridad del sitio, únicamente encontraron a los dos pequeños, sumidos en un sueño del que ya no despertarían. Afortunadamente las llamas se hicieron a un lado; no quisieron tocar el cuerpo de un par de infantes ya castigados con una madre sin escrúpulos. Un silbido agresivo recibió a Diana Rosa cuando su “mandado” concluyó y llegó a su casa, ahora abarrotada con patrullas de Policía y de rescate. La indiferencia que mostró cuando los oficiales les mostraron a sus hijos terminó por enardecer a la turba. Uno de los testigos del hecho, aún con lágrimas de impotencia, relató que los menores habrían salvado su existencia, si el DIF no los hubiera regresado a una mujer como ella.

En contraste al escenario concedido por la mujer de 18 años (cuyas muñecas ya se hallaban elegantemente revestidas con un par de aros aprehensores), la llegada del padre enmudeció a la concurrencia. La solidaridad se hizo presente en un silencio total, abrumador.

Únicamente roto por una mueca desencajada, preámbulo de un sonoro grito de dolor emanado desde las entrañas del hombre que, ese día, perdió a su descendencia de manos de la mujer a quien él llamaba esposa.
Síguenos en

Temas

Sigue navegando