Jalisco

El frío asfalto acunó su último lamento

En la psique de dos niños que no rebasan la barrera de los diez años, el temor a la soledad juega un papel importante

En la psique de dos niños que no rebasan la barrera de los diez años, el temor a la soledad juega un papel importante en el manejo de sus instintos y, en consecuencia, en su forma de actuar. En esa ocasión, un temor latente a la soledad, combinado a la desaparición de los últimos rayos del sol y la única protección de la débil señal emitida por el televisor los llevó al ocaso de su existencia cuando no alcanzaban ni siquiera a comprender el dolor de un piquete de insecto.

La cena aún no estaba lista; precisar de los ingredientes indispensables para llevar algo a los estómagos de sus hijos requería el cruce de una vía mortal para una pareja de humildes “llanteros” que tienen su centro laboral en un improvisado local apostado en el tramo Sur del Anillo Periférico: la prolongada vía de enlace que tantas vidas ha llevado a su fin y cuyo ancho no supera los 20 metros.

No obstante, la hora de alimentar a su descendencia había llegado; la mirada triste en Myriam Isabel y Raúl Isaac exigía —sin que una palabra correctamente articulada saliera de sus bocas— la comida del fin del día. Por ello, ambos iniciaron su peligroso andar hacia la tienda que proveería los detalles finales para que ese último alimento estuviera completo.
Raúl Fernando y Myriam Noemí coincidieron en que un recorrido menor a los 300 pasos no los habría de demorar, por lo que arroparon a la niña, de tres años, y a su primogénito, de siete, con la cálida exposición al televisor. Al final, no iban a demorar mucho tiempo. Fue así que la joven pareja partió a su efímera compra de los elementos finales para su cena. Los menores estaban distraídos y el poder del popular electrodoméstico sintonizado en la programación infantil los mantenía fijos en él; casi hipnotizados… fascinados.

Poco tiempo habían esperado para iniciar el cruce que tantas existencias ha enviado a un horrible desenlace, pues el flujo de automóviles ya había disminuido. Pasaban de las nueve y media de la noche y el Periférico se había vuelto “más seguro”.

A casi 200 metros, un puente peatonal los miraba fijo. La invitación a dar un paseo más tranquilo estaba abierta. Lo único que habría de hacerlos perder eran cinco minutos de su existencia. Pero la oferta no fue atractiva ni aceptada, pues el padecer de un día entero retirando los neumáticos de infortunados conductores que sufrieron las inclemencias de una vía imperfecta les había agotado. Lo único que faltaba era ingerir sus alimentos y dormir, para reanudar esa obligada rutina el viernes y volverlo a hacer el día siguiente.

No obstante, el aire que antes refrescaba su rostro en esa ocasión viajaba con un dejo de tristeza, una nostalgia que, de no ser por una falta de superstición, les habría obligado a evitar esa marcha sobre la carretera. Algo malo sucedía, pero el hambre golpeó sus estómagos, recordándoles que ahí seguía presente.

Un paso apresurado seguido de otro igual los había llevado finalmente a su destino; el pago por la leche fue entregado y la transacción se completó. Pero cuando el tendero guardaba las monedas que le fueron entregadas, el sonar del cambio al caer en su caja de ganancias se vio opacado por un fuerte rechinar… luego de ello, un motor desbordante se apagaba conforme los segundos transcurrían y la distancia a la cual viajaba se escuchaba más lejana.

“Va hecho la mocha”, pensaron Fernando y Noemí al unísono. Pero los gritos que le siguieron a ese lapso de reflexión eliminaron de golpe su pensar en el desesperado conductor que casi hace explotar la máquina de su bólido, o un Ford Focus (se enteraron después) que por ese corto tiempo se había convertido en Mustang.

“Una niña de tres años y un menor de siete perdieron la vida de forma dramática tras ser embestidos por un vehículo en pleno Anillo Periférico. Los hechos ocurrieron aproximadamente a las 21:50 horas de ayer, sobre el tramo Sur de esa concurrida arteria”, citó un diario local que cubrió el deceso de dos niños.

La pareja intuyó lo peor cuando escuchó que el ulular de las sirenas se aproximaba. Sus conocidos se les acercaron temerosos. Uno de ellos salió de entre los demás; alguien tenía que hacerlo: “Myriam y Raúl fueron atropellados, nada se pudo hacer por ellos, murieron al instante”.

La leche que recién había sido adquirida se unió al asfalto en que los cuerpos de sus hijos reposaban. El silencio fue total.

Aquel bólido que momentos antes no representó más que un sobresalto, en ese momento se convirtió en el ladrón de las almas de sus hijos. Él las tenía… se las llevó en el parabrisas.

Los cuerpos de los infortunados niños (que asustados al notar la ausencia de sus padres, los siguieron en su mortal trayecto) yacían inertes en el suelo; a Raúl incluso le habían arrebatado su oreja. El golpe que recibieron los privó de la existencia de forma inmediata. Quizás ése era el único alivio… ¿o es que acaso hay alivio alguno cuando sabes que los ángeles que minutos antes se gritaban y peleaban entre sí no lo van a hacer ya más?

La prensa llegó momentos después. Luces y flashes, las cámaras encendidas; los oficiales que llegaron a auxiliar, son abordados por los hombres de esos aparatos. Piden una explicación de lo ocurrido. ¿Cómo es que sucedió?, preguntas y respuestas surgen en medio del caos.

“Le avisan a mis unidades que hay una persona atropellada sobre Periférico, casi al cruce con Colón. Cuando arriba la unidad se encuentra no uno, sino los cuerpos de dos menores de edad (…) los papás, que son los encargados de una llantera ubicada en las cercanías, mencionan que salieron a la tienda y sus hijos fueron a seguirlos, pero nunca se dieron cuenta de ello”, informa el comandante Martín Álvarez Gallegos, para aliviar las incesantes preguntas que los medios de comunicación formulan tras cada réplica.

“Varias de mis unidades se dieron a la tarea de buscar el vehículo y el resultado fue negativo, no pudimos localizarlo”, indicó, visiblemente consternado por llegar a prestar su servicio al escenario de dos muertes tempranas, de dos niños que deberían seguir viendo la televisión y no siendo envueltos en bolsas azules.

Mientras, los vehículos disminuyen su andar para captar un poco de lo que pasó, pero nada de eso es percibido por Fernando o Noemí. Para ellos, el mundo se ha detenido, no hay más vida ya, porque la suya se encuentra a pocos metros de ellos, postrada en el asfalto.

El único movimiento es el de sus manos, que ocasionalmente se dirige a la mejilla del otro para limpiar su rostro del líquido salado que emana exageradamente de sus ojos. Lo que sigue, es nada, es abrazarse para evitar que la soledad se apodere por completo de ellos, pues, al igual que en los niños que no rebasan la barrera de los diez años, el temor a ella juega un papel primordial en el manejo de sus instintos y, en consecuencia, en su forma de actuar.

Por: Isaac de Loza
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