Jalisco

Después de un tiro en el rostro

Por: Isaac de Loza

El sonido en seco emanado de una pistola terminó con su sufrimiento, el proyectil le impactó el rostro de forma precisa y el silencio imperó en el ambiente. Sus restos fueron abandonados entre la basura y lo siguiente —pensó el ejecutor— es materia de estudio para las autoridades.

Muchas son las maneras con las cuales el crimen organizado, o las pequeñas células dedicadas al tráfico de drogas, tratan de mostrar su peligrosidad ante el rival. Las cada vez más crudas escenas de vidas terminadas, en las que queda de manifiesto que su odio por el clan contrario es superlativo, continúan incrementando en diversidad. Con ello se tiene respeto, o eso es lo que piensan…

Luis Humberto, por ejemplo, abandonó su domicilio la mañana de un día de julio para dirigirse a trabajar. Nunca imaginó que el cumplir con sus obligaciones laborales sería el motivo de su muerte. No ocultaba nada; al menos nada extraño de él se supo hasta después de que fuera asesinado.

Tras recibir el último cobijo de su habitación y el agua caliente emanada de la regadera, se encaminó al portón de salida y lo abrió. Precavido como siempre, echó un rápido vistazo a las afueras de su residencia. La calle estaba vacía. A poco de que la puerta fuera cerrada y el traslado a su labor comenzara, un rápido chequeo en los bolsillos lo llevó nuevamente al interior de su casa. “Qué idiota, olvidé las llaves” —pensó—.

Buscar el metal de acceso y salida no demoró más de un minuto, pero cuando sus pasos enfilaban nuevamente hacia el pórtico de entrada, una mano atrapó por completo su cara y un choque eléctrico en el cuerpo lo hizo desmayar. Un nuevo sueño se apoderó de él, pero en esta ocasión el calor de su almohada no lo acompañaba. El despertar, alejado del característico brillo del sol y una alarma en la cabecera, ocurrió por obra de un baldazo con agua fría. Regresar a la realidad fue por demás sorpresivo, el lugar en que se hallaba semejaba una carnicería, pues el olor a carne cruda y la sangre en las paredes dificultaban relacionarlo con otra cosa.

Tres individuos presentes, al menos eso dedujo por la cantidad de pasos que escuchó. Dos de ellos comentaban anécdotas hilarantes entre sí, lanzaban risotadas al aire con la felicidad de un niño consentido por la Navidad. El sujeto restante permanecía en cuclillas muy cerca de él. Podía percibir su aliento, incluso pensó que su mirada se encontraba fija en él. Un ataque de tos siguió al acto, pues el humo del cigarro que consumía su captor le había sido enviado directamente a la cara, quizás para confirmarle que ahí estaba el hombre que, momentos antes, le había privado de su libertad.

—“Te desapareciste mucho tiempo, creímos que no te volverías a pasear por aquí”—
Tras escuchar su voz, una serie de recuerdos le inundó la mente. Lo reconoció en el acto. Ahora sabía que su vida estaba perdida. La pugna añeja que sostuvo con el hermano de su captor por líos de narcomenudeo regresó a su memoria y confirmó el motivo de estar atado y con los ojos vendados. Se trataba del preámbulo a una dolorosa muerte. El pánico se apoderó de él. Un sonido seco salió de su garganta; difícilmente una palabra correctamente articulada se escuchaba y su desesperación por emitir un comentario en su defensa le ahogaba. El miedo era intenso y el destino que él mismo se auguraba incluía mucho dolor.

Luis Humberto trató de recordar el rostro del hombre que asesinó hace más de siete años, aquél que trató de entrar a la “plaza” y quedarse con los clientes por encima suyo. Vagamente, a su cabeza entraron escenas de ese tiempo, cuando una descarga artera silenció al sujeto que, con lágrimas en el rostro, le suplicaba para que no jalara el gatillo.

Tras escapar de la autoridad por el delito que había cometido y hacerse de una nueva vida —alejada del tráfico de drogas—, Luis Humberto regresó a su ciudad por motivos laborales. No obstante, el resentimiento en la familia de su antagonista no había desaparecido. Siete años no bastaron para olvidar el rostro desfigurado de su hermano y, ahora que sabían la ubicación de su victimario, cazarlo sería muy fácil.

El interrogatorio había comenzado. La labor de investigación de los hombres que lo ataron ya incluía fuertes golpes y patadas. El vendaje le fue retirado del rostro, de todas formas no iba a salir de ese lugar nunca más… al menos no con vida...

Las preguntas, encaminadas al “por qué lo hiciste”, respondidas con un “lo siento”, sumaban fuerza a la tortura. Finalmente, el hombre estaba demolido, pero con vida, y así no terminaría el “trabajo”.

Nuevamente, el rostro le fue tapado. Luis Humberto pensó en sus últimos momentos y se acordó de un ente superior; comenzó a entablar una plática con él e incluso recordó cómo rezar. Sabía que un disparo artero como el que él mismo detonó contra el familiar de sus atacantes habría de terminar con la tortura; para ese momento era lo que más deseaba. No obstante, el sonido que terminaría de golpe con su sufrimiento no llegó. En su lugar escuchó que un cuchillo era afilado, cada vez más y más cerca de él. Un gran nerviosismo frenó de golpe sus pensamientos y el diálogo interno que sostenía con aquel ser omnipotente se vio drásticamente interrumpido.
Fuertes maldiciones llegaban a sus oídos, pero no a su cerebro, pues toda interpretación de la realidad estaba concentrada en el dolor que le esperaba. Finalmente, un corte de tajo y un sonido, casi gutural, emanó de sus entrañas. Sus partes nobles le estaban siendo mutiladas.

Tras recibir el tiro liberador, una luz incandescente alcanzó su rostro, no tuvo tiempo de sentir más nada, pues su vida había concluido. Después, su cuerpo fue abandonado junto a la basura y, eventualmente, un peatón que se percató de su presencia reportó el  hecho a las autoridades. Sus genitales estaban dentro de su garganta.
El asesinato de Luis Humberto, una forma de venganza o un mensaje explícito tanto para autoridades como delincuentes, representa una de las más crudas escenas de vidas terminadas. Con ello se tiene respeto, o, al menos, eso es lo que sus ejecutores piensan…
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