Jalisco

Año Nuevo, cacles nuevos

El flamante año me sugirió la idea de aplicar la renovación también a mis gastados cacles, así que me fui a meter a uno de los muchos expendios

Con mis mejores deseos porque el naciente año los sorprenda para bien, quiero contarles que, entre las pocas cosas que no se me han vuelto vicio en esta vida, se encuentran los zapatos. Me basta con dos o tres pares de apariencia decorosa y que medio combinen con mis ajuares, para colmar mis pedestres pretensiones. Lo que es a mí, no me agarran como a la legendaria filipina Imelda Marcos cuyos aciertos, si acaso los tuvo en la política de su país, quedaron sepultados bajo el célebre chanclero por el que será recordada en los anales de la historia mundial.

Aunque encuentro fascinante la perspectiva de honrar mis cansados pies con la elegancia, propiedad y colorido que merece una matrona de mis ajetreadas polendas, la sola idea de pagar el precio que se invierte en amansar un par de zapatos nuevos me engarruña la vanidad y deja fluir mi genuina vocación de carmelita descalza porque, aunque han pasado los años suficientes para que la memoria me hubiera hecho el favor de borrarlos, no olvido mis mozos años calzados con aquellos recios ejemplares de fabricación local que, al son de que eran los más durables del país, me dejaron un saldo de ampollas, roces y magulladuras cuyo recuerdo conservo vívido.

El flamante año me sugirió la idea de aplicar la renovación también a mis gastados cacles, así que me fui a meter a uno de los muchos expendios reunidos en una vasta galería zapatera, a la caza de algún modelillo que no me impusiera la azarosa cuota de practicar toda suerte de artilugios y procedimientos para domarlos. No pretendo aquí presumirles que estrené zapatos, sino dar cuenta del sufrido oficio de calzar los pies ajenos, sobre todo cuando pertenecen a algunas mujeres indecisas, demandantes y patonas, como la que me topé en el establecimiento al que llegué con mis intenciones adquisitivas.

La media docena de pares que rodeaban a la susodicha me sugirieron el número de vueltas que la despachadora había dado para allegar a la potencial compradora unos zapatos que cuadraran con sus expectativas, tan desparramadas como sus pies. En lo que me hacían llegar el par que yo pedí, vi a aquella ilustre jamona ensartando el pie en tres diversos modelos que, ora por el tacón, luego por el reducido empeine y finalmente por la horma, empujaron a la vendedora a seguir hurgando entre las existencias de la tienda, con tal de que aquellos abultados tamales que remataban las extremidades regordetas de una dama déspota, prepotente e intolerante consiguieran resguardo.

Ignoro cuánto tiempo llevaría ahí la mujer con sus desbordadas exigencias expresadas con indignante insolencia, pero supongo que fue el suficiente para que la empleada, extenuada al cabo de una veintena de vueltas y a punto de soltar el llanto, calculara la posibilidad de renunciar a un oficio que la obligaba a tratar de complacer a quienes, como aquella rechoncha insatisfecha que abandonó el negocio con las manos vacías y la contrariedad a punto de turrón, buscan desahogar en otros las propias frustraciones. Y si apenas comenzó el año con el talante más agrio que la cara de Elba Esther, dudo que llegue a febrero sin que le haya fermentado como tepache.
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