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Diario de un espectador

A cada vez, entornando los ojos, se da cuenta de que el cuerpo pone en escena la obvia y terrible metáfora que ilustra la vida que se va, la visión que disminuye, las cosas que se alejan, que pierden realidad y peso mientras sus contornos se desvanecen imperceptiblemente.

Por: Juan Palomar

Día de la Santa Cruz. Abre su capa mayo y los calores arrecian. Contra el cielo blanquecino se levantan las cruces que los albañiles prepararon con la calmosa deliberación de los mejores de su oficio. Unos maderos apropiados, papel de china, y, sobre todo, el lugar preciso que en la obra debe ocupar el monumento. Es el maestro de obras quien, tras considerar con cuidado el asunto, define el emplazamiento. Dicen los más viejos que así queda, de un misterioso modo, imantada por siempre la edificación en turno. Larga suele ser la carrera de los maestros, y cada año una cruz conmemora su vocación y sus pasos.

Fragmento. El que pasa mira, con el tránsito de los años, como su vista pierde precisión y límites. A cada vez, entornando los ojos, se da cuenta de que el cuerpo pone en escena la obvia y terrible metáfora que ilustra la vida que se va, la visión que disminuye, las cosas que se alejan, que pierden realidad y peso mientras sus contornos se desvanecen imperceptiblemente. Los ideogramas chinos, con su intrincada caligrafía, revelan a qué punto requiere el ojo estar aguzado para su lectura. Las caras, infinitamente más complejas en su desciframiento, se vuelven a ratos fugaces manchas en la distancia.

El patio de San Ildefonso, con sus cuatro magnolios relucientes es, casi siempre, un destino grato. Por estos días se pueden ver ahí tres buenas exposiciones. Una de ellas es la del artista brasileño, nacido en Sao Paulo, Vik Muniz. Una mezcla de novedad y reconocimientos, de frescura y de trabajoso artificio hace de esta muestra una agradecible aportación al panorama de las artes. Muniz es a veces catalogado como fotógrafo. A pesar de que el medio en que muestra su trabajo es con frecuencia la fotografía, es mucho más lo que hay detrás de eso. Dibujos con pelos, con chocolate, con alambres, con humo, con polvo; pinturas-objetos con caviar e incluso con diamantes; collages con monitos de plástico, composiciones a partir de innumerables basuras. Estas son algunos de los medios con los que el artista plantea un aparentemente ingenuo diálogo con pintores y escultores de diversas épocas. De hecho, la revisión que Muniz hace del arte de distintas procedencias y su recontextualización parece ser uno de los temas centrales de su labor. Pero hay también juegos intelectuales de otra complejidad, en donde la memoria y la invención exploran sus propios límites.

Guillermo Kahlo y Henry Greenwood Peabody son dos fotógrafos objeto de otra exposición que se llama Dos miradas a la arquitectura monumental. De entrada, la maniática precisión y la cuidadosísima composición de las fotos de Kahlo se destacan sobre las más desaliñadas de su compañero de muestra. Sin embargo, las dos visiones conforman una consistente, interesante -ya a ratos árida- descripción de una parte de la arquitectura colonial mexicana en el estado en que se encontraba a principios del siglo pasado. De Guadalajara hay dos imágenes: el Santuario con su poderosa fachada, y el Palacio de Gobierno, a la sazón todo enjarrado, pintado al aceite y con sus extremos frontales coronados con sendos cupulines afrancesados y cursis. Centrándonos en Kahlo, hay que decir que era un verdadero entomólogo de la arquitectura, y que se alcanza a descubrir en su mirada la franca y honrada extrañeza ante un arte cuyos excesos y logros idiosincrásicos lo fascinaban.

La dedicada al matrimonio de Josef y Anni Albers es la tercera de las exposiciones. Es un descubrimiento ver los textiles y la joyería desarrollados por Anni Albers y la resonancia que sobre ellos ejerce el arte precolombino. Lo mismo sucede, dicho sea de paso, con el trabajo de su marido. Un atinado contrapunto de ídolos y cerámicas de antiguas culturas mexicanas enriquece e ilustra este diálogo. De Josef, hay una pieza fechada en 1943, en Oaxaca, que revela la enorme influencia que en su obra habría de tener el colorido popular de nuestro país, y que encontró en el diálogo espiritual con Luis Barragán un adecuado remate. En la casa de éste último arquitecto tuvo lugar, de paso, una exposición paralela: Homenaje al cuadrado. Era, al final, mucho más bonita.

De una canción: Todo se está volviendo de oro. Del excelente disco de los Rolling Stones Sucking in the seventies, que últimamente gira sin descanso en el aporreado tocadiscos de este espectador, destacan varias composiciones notables. Una de ellas tiene un título espléndido y una letra lamentable. No le hace. Funciona el viejo mecanismo que trastoca cualquier bobería difícilmente inteligible, entremezclada con una tonada memorable, en una canción redonda. Es el caso de lo que hubiera podido ser una evocación del rey mitológico de la áurea y fatal facultad; o ese vuelo que en los pasos párvulos de un niño comienza su andadura por el planeta; o esa infatigable fascinación por el mundo que acompaña, venturosamente, las mañanas de oro al despuntar sus fulgores en la caja del agua. Everything is turning to gold, canta Jagger.
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