Cultura

El mundo alucinante

El romano de Mexicali

GUADALAJARA, JALISCO (20/NOV/2011).- Conocí a Daniel Sada en un escenario digno de Daniel Sada: un anfiteatro romano asentado en la punta de un cerro en Cartagena, España. A un grupo de escritores mexicanos nos habían conminado a atestiguar un concierto de Armando Manzanero en compañía de todos los jubilados de la provincia de Murcia. Años antes de que su salud empeorara, Daniel aún ejercía de Sada: era un observador malicioso, implacable. “Manzanero es igual de cursi que los Rolling Stones” —me dijo aquella noche, mientras oficiábamos de público involuntario— “pero seguro que no ha tenido las novias de Mick Jagger”. Y apenas establecido esto, se dedicó a explicarme las virtudes acústicas y visuales de aquel foro del siglo II dc, abordó las unidades dramáticas de Aristóteles, hizo observaciones sobre Eurípides y Aristófanes y tarareó los últimos compases de “Como yo te amé”. Sonreía. “Los españoles son unos excéntricos. Trajeron al Mediterráneo a unos mexicanos que ya conocen a Manzanero para que escucharan lo mismo que cualquier taxista de Caborca, pero a precio de lumbre”, concluyó.  En menos de quince minutos, tuve una muestra de su notable talento para fundir, mediante la erudición y la ironía, materias tan diversas como la antigüedad clásica y el pop a la mexicana. Él lo explicaba así: “Nací en Mexicali, que es el último lugar en el mundo donde aún se leía a Platón. Ahora, desde luego, ya no se lee nada en ninguna parte”.

La siguiente ocasión que coincidimos fue camino a Pachuca, en donde presentaríamos mutuamente un par de novelas. A mí me intimidaba que él, uno de los principales narradores en castellano, fuera mi presentador y se lo dije. “Bueno, si sólo hablamos tú y yo nos ahorramos que las glorias locales  nos echen un discurso y nos digan ‘maestro’. Y nos vamos a cenar temprano”, respondió. Cuando le informé, más tarde, que mi padre era natural de Real del Monte, pueblecito minero en las afueras de Pachuca que nunca visité, se empeñó en que los organizadores nos llevaran a comer allá. Luego de hacer memoria del lugar, que había conocido años antes, recordó que en él había una calle Ortuño. Interrogó a los nativos, cuadra tras cuadra, hasta que dio con el punto exacto. Resoplando por las cuestas del mineral (la enfermedad ya le había impuesto sus quiebros), nos condujo allí. Era una callecita empedrada y corta, mugrienta, sobre la que asomaban los costados de algunas construcciones y casi ningún portón. “Así terminan siempre las indagaciones del pasado familiar: en un callejón puerco”, me dijo, divertido. Y nos fuimos a comer.

El viernes 18 de noviembre murió Daniel Sada. Quedan sus libros, su prosa espléndida, su humor narrativo, su lectura y  reflexión sobre clásicos griegos y romanos, sobre isabelinos, decimonónicos, vanguardistas, revolucionarios y bárbaros del norte. Queda el recuerdo insólito de un escritor mexicano generoso, distante a los codazos y las grillas. Queda sólo, me temo, darle las gracias. El cielo de los escritores es la lectura. Y Sada la merece más que nadie que recuerde ahora mismo.
Síguenos en

Temas

Sigue navegando