Cultura
El mundo alucinante
El romano de Mexicali
La siguiente ocasión que coincidimos fue camino a Pachuca, en donde presentaríamos mutuamente un par de novelas. A mí me intimidaba que él, uno de los principales narradores en castellano, fuera mi presentador y se lo dije. “Bueno, si sólo hablamos tú y yo nos ahorramos que las glorias locales nos echen un discurso y nos digan ‘maestro’. Y nos vamos a cenar temprano”, respondió. Cuando le informé, más tarde, que mi padre era natural de Real del Monte, pueblecito minero en las afueras de Pachuca que nunca visité, se empeñó en que los organizadores nos llevaran a comer allá. Luego de hacer memoria del lugar, que había conocido años antes, recordó que en él había una calle Ortuño. Interrogó a los nativos, cuadra tras cuadra, hasta que dio con el punto exacto. Resoplando por las cuestas del mineral (la enfermedad ya le había impuesto sus quiebros), nos condujo allí. Era una callecita empedrada y corta, mugrienta, sobre la que asomaban los costados de algunas construcciones y casi ningún portón. “Así terminan siempre las indagaciones del pasado familiar: en un callejón puerco”, me dijo, divertido. Y nos fuimos a comer.
El viernes 18 de noviembre murió Daniel Sada. Quedan sus libros, su prosa espléndida, su humor narrativo, su lectura y reflexión sobre clásicos griegos y romanos, sobre isabelinos, decimonónicos, vanguardistas, revolucionarios y bárbaros del norte. Queda el recuerdo insólito de un escritor mexicano generoso, distante a los codazos y las grillas. Queda sólo, me temo, darle las gracias. El cielo de los escritores es la lectura. Y Sada la merece más que nadie que recuerde ahora mismo.
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