Cultura
El artista comprometido con la Revolución
El gran muralista guanajuatense trasladó a su obra los principios de justicia y libertad del movimiento armado de 1910
“El sentido revolucionario cubrió los 72 años de vida de Diego Rivera. La lucha por la libertad y la justicia es la bandera en todos los murales de Rivera que señalan lo que él fue”, sostiene Guadalupe Rivera Marín, hija del artista, nacida en 1924 de su unión con Guadalupe Marín.
La reconocida crítica de arte Raquel Tibol menciona que “más que un artista es un ejemplo que a través de murales como El hombre en el cruce de caminos refleja el sentir revolucionario de la época y mantiene vivos, a través de los trazos de su pincel, los ideales de esta lucha por la creación de un México diferente”.
Rivera Marín insiste en que su padre “fue un precursor en materia de arte en lo que se conoce como el arte de la Revolución Mexicana de aquella época. Él, junto con José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, fueron los primeros artistas que abordaron en sus obras esta temática, cada uno de acuerdo a su ideología”.
Despertar del letargo academicista
Siempre fue la ambición de Rivera expresar de forma plástica los sucesos, ideas y esperanzas de la Revolución Mexicana, encontrando en el muralismo el mejor medio para hacerlo.
Fue a partir de la lucha armada de 1910 en contra del régimen de Porfirio Díaz cuando el movimiento plástico del país comienza a despertar del letargo academicista en que se hallaba sumido, demandando una verdadera escuela de arte. Sin embargo, es en la dictadura de Victoriano Huerta cuando comienza a despertarse este proceso de cambio en la plástica mexicana con el nombramiento del pintor Alfredo Ramos Martínez como director de la Escuela Nacional de Artes Plásticas en 1913, quien dio impulso a la reforma.
Posteriormente, Gerardo Murillo, mejor conocido como Dr. Atl, al suceder a Ramos Martínez en el cargo, inculcó en los nuevos artistas una manera distinta de crear. “El Dr. Atl no estuvo contento únicamente con alimentar la imaginación de los estudiantes, así que quiso transformar el academicismo del arte mexicano por uno real y revolucionario”, narra Guadalupe Rivera Marín en su libro Política y arte de la Revolución Mexicana.
Así, el movimiento pictórico mexicano estuvo influenciado por los valores que el Dr. Atl impartiera al negarse a continuar con la tradición plástica europea, siendo él, justamente, quien retomara los temas relativos a la mexicanidad.
El muralismo mexicano fue promovido por José Vasconcelos -secretario de Educación Pública durante el mandato del general Álvaro Obregón, electo presidente en 1920-, quien puso a disposición de los artistas los muros de los edificios públicos, como parte de una política de educación popular en pro de reforzar el conocimiento de la historia revolucionaria.
De la mano de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, principalmente, los murales fueron la reafirmación de lo que significa “llegar a las masas”, el espacio del que nadie podía ser dueño, por tanto, todos podían poseerlo.
Organizados políticamente en la Unión de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores, Siqueiros, Rivera y Orozco declararían en un manifiesto publicado en el órgano divulgativo El Machete: “Repudiamos la llamada pintura de caballete y todo el arte de los círculos ultraintelectuales porque es aristocrático y glorificamos la expresión de arte monumental porque es de dominio público.
Ésta fue la primera bandera estética del movimiento. Su principal soporte plástico fue también la materialización de su ideología. La monumentalidad sería inevitable, pues tenían como lineamiento resaltar y engrandecer la Revolución y el pasado histórico del país: su pasado precolombino, su identidad nacional como “provocadora” y “contenedora” de la conciencia social.
Código estético particular
Este movimiento artístico, si bien se supeditó en gran parte a la propaganda política, fue capaz de crear un código estético particular, aun cuando había sido influenciado por la estética europea. Fue un arte comprometido con la realidad social, sin duda, pero también con los altos valores de la plástica. Sus temas se centraron en la vida del mexicano común, sus valores, costumbres y, claro está, la lucha social.
De aquellos creadores, el trabajo de Rivera alcanzaría un total compromiso revolucionario. Su hija resalta que “pintó la nueva ideología del movimiento revolucionario, especialmente la relacionada con Emiliano Zapata y la lucha por la tierra y los trabajadores con su pelea por mejores condiciones de trabajo”.
Pero la obra de estos artistas no contó siempre con la buena voluntad de los gobiernos. El arte muralista no sólo se planteó intervenir la realidad a través de sus ideas y propuestas, sino que su poder era tal, que en más de una oportunidad sus trabajos fueron censurados por “revolucionarios”, por sus temas “comunistas y sacrílegos”. No fue una tarea fácil. Sus ideas políticas y sus aspiraciones para con la sociedad de México se encontraron más de una vez con los intereses de los distintos gobiernos y de otros sectores poderosos de la sociedad, tanto en el país, como fuera de él, especialmente en el caso de Diego Rivera, echando por tierra la afirmación de “arte burgués”.
Estos hombres, además de artistas, fueron auténticos militantes de una causa: la revolución social.
Pero la contienda no fue sólo por la causa del “pueblo”, en el sentido estricto de la palabra. Fue también la contienda por la libertad de expresión y de creación, por la práctica pública, abierta y clara de los valores en los que estos artistas depositaron su fe.
En la conmemoración del Centenario de la Revolución Mexicana, la figura de Diego Rivera representa un símbolo importante. Su aportación al arte moderno fue decisiva en murales y obras de caballete. Fue un pintor revolucionario que buscaba llevar el arte al gran público, a la calle y a los edificios, manejando un lenguaje preciso y directo con un estilo realista, pleno de contenido social.
Leyenda heroica
Diego Rivera nació en Guanajuato el 8 de diciembre de 1886. Para el escritor Jorge Volpi, “la leyenda heroica también funciona aquí”. Y es que, “hijo de un humilde maestro de escuela, su talento apabullante le llevó a estudiar en la Academia de San Carlos desde los 10 años. Luego, hijo pródigo ejemplar, en 1907 partió hacia España y Francia, donde se codeó con los círculos de la vanguardia. A lo largo de casi tres lustros, Rivera exploró fuera de México todas las posibilidades de ser artista y todas las maneras de conquistar mujeres -en especial a dos rusas: Angelina Beloff, su primera esposa, y Marie Vorobiev-Stebelska, con quien tuvo una hija-, muy lejos de las convulsiones de su patria”.
Porque mientras Rivera se adentraba en territorios posimpresionistas o se convertía en uno de los primeros maestros del cubismo, México padecía los brutales conflictos posteriores a la caída de Porfirio Díaz.
Volpi anota en su artículo Viva la Revolución y las mujeres que “por más que ahora identifiquemos a Rivera con el estereotipo del artista comprometido, no debemos olvidar, como no lo hizo nunca él mismo, que durante sus años de formación, que coinciden con la revolución armada, él prefirió permanecer en Europa, con sus pinturas de caballete y sus amantes, perfeccionando su técnica, en vez de incorporarse a la lucha como Orozco, Siqueiros o el propio José Vasconcelos”.
El máximo pintor de la Revolución no vivió la Revolución. Pero esto que podría sonar como un contrasentido, revela uno de los motores esenciales de la creatividad de Rivera, en opinión del autor de títulos como En busca de Klingsor y El insomnio de Bolívar: “La mayor parte de su obra intentará paliar esa ausencia hasta convertirse en uno de los creadores de la identidad revolucionaria. Al momento de su regreso a México, Madero, Zapata y Carranza ya habían sido asesinados, y Villa lo sería poco después, de modo que el inicio de su labor como artista oficial coincidió más bien con la apropiación de las batallas previas orquestada por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Quizá Rivera se situara en las antípodas ideológicas de estos caudillos, pero les unió el mismo proyecto: apropiarse del pasado inmediato para construir una nueva epopeya nacional (y, en su caso, personal). Para los sonorenses, esta labor de conciliación -unificar a enemigos declarados como Madero y Zapata o Carranza y Villa- les permitió afianzar su poder, el cual a la larga dio paso al largo régimen de la revolución institucionalizada, mientras que para Rivera se convirtió en el sustento de su actividad política”.
“Diego Rivera refleja el sentir revolucionario de la época y mantiene vivos, a través de los trazos de su pincel, los ideales de esta lucha por un México diferente”
Raquel Tibol, periodista, escritora, historiadora y crítica de arte.
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