GUADALAJARA, JALISCO (25/SEP/2016).- Tengo la impresión de que una parte fundamental de la ideología de la vida moderna consiste en perseguir y destruir cualquier posibilidad de ocio, de tiempo (realmente) libre, de serenidad. No solamente las vacaciones se han convertido en una obsesión pesadillesca para los empresarios y para la Secretaría de Educación Pública (los unos culpan a los días feriados de la bajísima productividad nacional y nunca a los salarios ridículos que suelen ofrecer y los persiguen con una terquedad digna de los romanos de Ásterix; la otra asume que los alumnos aprenderán cosas valiosísimas si se les encadena a un pupitre durante la mitad del verano y les rasura cada año más y más días de asueto). No acaba ahí, pues: desde hace unos años la “vida celular”, es decir, las horas que pasamos encadenados a teléfonos, tabletas y pantallitas similares, está fuera de todo control y se ha asegurado de que nadie (o casi) tenga un minuto libre y la cabeza sin hervir.Otra de las variantes infinitas de esta obsesión por estar ocupado, al menos en el papel, me parece mucho más perniciosa y consiste en negarles a los enfermos el mínimo tiempo de convalecencia para recobrarse de sus males. Como si la maquinaria entera de la febril actividad que se quiere para el país (que parece responder a la petición de la frade apocalíptico-humorística de “Jesús ya viene, haz como que andas muy ocupado”) colapsara si alguien se cuidara de verdad una gripa. Como si esas escuelas que acumulan las faltas justificadas junto con las ausencias inexplicables y les quitan derechos de examinarse a los que estuvieron enfermos tuvieran una razón más allá de la campaña generalizada contra el tiempo libre.No: se espera que un enfermo se retaque de medicamentos de todo tipo (cuantos más, mejor) y se presente a su centro escolar o de trabajo así sea a rastras o que, cuando menos, apresure todo lo posible su retorno, aunque aún le vayan colgando las gasas de una intervención quirúrgica. Y no nos hagamos los inocentes: nosotros mismos, los civiles, los de a pie, cada vez más actuamos de esa misma forma y bajo esa misma lógica. Nos indignamos con amigos que no se presentan a las interminables actividades sociales de hoy por estar enfermos, como si la enfermedad fuera siempre un pretexto. Nos reímos del que no bebe porque está medicado y le damos a entender que está exagerando. Llamamos a toda hora al que está en cama o le exigimos que se conecte a todas las redes posibles, y en no pocas empresas, se espera y hasta reclama que el enfermo siga con actividades normales en su casa, que responda correos, incluso a deshoras, y que atienda el teléfono como si estuviera sentado en su oficina.Otra vertiente de ese odio feroz contra el descanso es el extendido discurso que postula que toda enfermedad en un mero síntoma de un presunto mal psicológico del afectado: “A ti lo que te pasa es que estás triste”, se le dice, por ejemplo, al que tiene pulmonía. “Lo que necesitas es echarle más galleta”. O, peor: “Eso no es gastritis sino depresión. Deberías ir al yoga”.Pues no, señoras y señores. A veces uno se enferma porque existen virus y bacterias que lo provocan. Y lo que necesita es reposar y recuperarse y no “echarle galleta”, apresurar los tratamientos hasta el extremo de la farmacodependencia o sentarse todo el día a responder correos. Pero en una época para la que el sinónimo de “tiempo libre” es arranarse a mirar un “maratón” televisivo probablemente esto es demasiado pedir.