GUADALAJARA, JALISCO (20/AGO/2017).- El viejo régimen -los más de 70 años de autoritarismo- tenía sus ritos, tiempos y ajustes. Más que un Gobierno, siempre fue un sistema bien afinado de intercambio, mantenimiento y reproducción de poder. La corrupción constituyó un engranaje del régimen mismo. Una corrupción institucionalizada que permitía premiar a los aliados, castigar a los opositores y mantener la cohesión partidista. El famoso: “no me des, ponme donde hay” es una joya que ilustra cómo la corrupción servía de motor de combustión del sistema.Y de los presidentes había sospechas de todo tipo, pero nada salía a la superficie. Con una prensa silenciada hasta la médula, el jefe del Ejecutivo pasaba su sexenio sin enfrentar escándalos de corrupción. Nada tocaba al “Sol” del sistema político mexicano, el presidente. Por el contrario, la rendición de cuentas era un mecanismo de ajuste del régimen. El sucesor, utilizaba la fuerza del Estado, para extirpar el aroma al presidente que dejaba la silla y con ello la cúspide del control político. Manchar la reputación del antecesor, justificada o injustificadamente, implicaba la señal política de que había un nuevo mandamás y había que alinearse. Las denuncias por corrupción nunca tuvieron un objetivo regenerador, sino más bien de control político.Los gobiernos de alternancia mantuvieron ese pacto transexenal. Ni Vicente Fox purgó la herencia que recibió, menos Felipe Calderón, y Peña Nieto ignoró los casos de corrupción previos a su sexenio. Por más que la corrupción rodeara al círculo más cercano del presidente, los casos fueron archivados sin investigación de por medio. Recordemos que los escándalos de corrupción, durante la administración de Calderón, tocaron a personajes cercanísimos al presidente como Juan Camilo Mouriño o el propio César Nava. Sin embargo, aquella máxima que dice que la alternancia es sinónimo de mayor rendición de cuentas, se ha probado como una excepción en el caso mexicano. Para mostrar las porquerías de un sistema, sólo el periodismo libre y comprometido cumple con su función.Peña Nieto es, sin duda, el presidente mexicano más acosado por casos de corrupción. Su administración ha tenido que cabalgar entre escándalos desde 2014. Hasta ese día, y luego de la investigación sobre la Casa Blanca, todo su círculo de colaboradores cercano se encuentra señalado por sospechas que van desde el desvío de recursos, el enriquecimiento ilícito o el conflicto de intereses. Luis Videgaray, Miguel Ángel Osorio Chong, Angélica Rivera y ahora Emilio Lozoya Austin por un presunto soborno de 10 millones de dólares a cambio de un contrato de 115 millones de dólares para la empresa brasileña Odebrecht.De fondo, y lo que puede ser más grave, es que muchos de los escándalos del peñismo están vinculados o posiblemente relacionados con el financiamiento de la campaña de 2012. La operación financiera de la campaña del actual presidente desató muchas dudas desde el proceso de fiscalización del Instituto Federal Electoral. El IFE descartó las pruebas de financiamiento irregular que se desprendían de la utilización de los monederos “sí vale” de Monex y Soriana. Esta operación financiera le sirvió al PRI y a sus aliados para montar una estructura de representantes de campaña y movilizadores electorales en todo el país. Al final, por falta de pruebas o impericia para la investigación, el IFE cerró el caso. Sospechas similares han surgido de la relación de la Presidencia de la República con Grupo Higa tras las investigaciones periodísticas sobre la Casa Blanca y por algunas inconsistencias no aclaradas en la declaración patrimonial del jefe del Ejecutivo.El escándalo Odebrecht, que propició que el jueves pasado el ex director de asuntos internacionales de la campaña de Peña Nieto y ex director general de Pemex, Emilio Lozoya Austin, tuviera que declarar ante la Procuraduría General de la República, parece seguir los mismos pasos. Odebrecht ha sido investigada en prácticamente toda América Latina, por un mismo modus operandi: inyectar dinero en campañas políticas a cambio de gigantescos contratos de obra pública. Las cifras son increíbles: de acuerdo con fuentes internas de la propia empresa, Odebrecht pagó 3 mil 390 millones de dólares a campañas de candidatos en América Latina y África. En el caso mexicano, lo que revelan Mexicanos Unidos contra la Corrupción, Quinto Elemento Lab y el diario brasileño O Globo, es que Lozoya Austin presuntamente recibió 10 millones de dólares en el periodo 2012-2016, a cambio de favorecer a Odebrecht para obtener un contrato en el proyecto de refinería de Tula, Hidalgo.Es innegable que las campañas políticas, el dinero para ganar los puestos, está en el origen de muchos de los casos de corrupción que vemos a diario. Concesiones inexplicables que no obedecen al interés público; violaciones arteras o cambios injustificados en los usos de suelo; cuotas en los gabinetes que no tiene nada que ver con la experiencia requerida en un cargo; contratación de empresas que aparecen de la noche a la mañana, y desaparecen con igual velocidad; enriquecimiento inexplicable de funcionarios. El dinero a raudales, necesario para ganar una elección -en el Estado de México se barajan cifras que superan los 900 millones de pesos- es la génesis de un sistema con bajísima rendición de cuentas y sin controles contra la corrupción.En cualquier democracia medianamente funcional, la oposición ya habría instalado una Comisión que investigue a fondo cómo se pagó la campaña de Peña Nieto en 2012. Sin embargo, en un país con instituciones disfuncionales, ni la oposición cumple su chamba de vigilar al Gobierno, lo que el buen periodismo sí hace. Más que grandes sistemas anticorrupción, lo que necesita México es una Fiscalía independiente capaz de investigar estos casos. El INE está rebasado y no puede ni hacer sonar el silbato. Como “amigos de Fox” o Pemex Gate, el caso Odebrecht, si hay presión social y de los medios, podría ser un hito en el debate sobre elecciones y dinero en nuestro país.