Martes, 26 de Noviembre 2024
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Un páramo

La guerra que los tapatíos hemos declarado contra los árboles es ya legendaria

Por: EL INFORMADOR

Descontrol. La ciudad ha perdido gran parte de su masa verde debido a la tala sin control y sin reglas. EL INFORMADOR / ARCHIVO

Descontrol. La ciudad ha perdido gran parte de su masa verde debido a la tala sin control y sin reglas. EL INFORMADOR / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (28/AGO/2016).- La guerra que los tapatíos hemos declarado contra los árboles es ya legendaria. Centauros y lapitas, griegos y troyanos, romanos y cartagineses nos hacen los mandados. No, señores, en eso de los odios que se heredan de generación en generación no hay quien nos gane. Guadalajara ha conseguido, en unos pocos años, colapsar sus áreas verdes y despoblarse de vida vegetal. Raro es el día que no vemos un árbol convertido en leña por una brigada, demolido por una grúa, aserrado por un taquero que prefiere que no haya sombra sobre su puesto a que le caiga “basura” a lo que considera su banqueta. Suya de él.

Vivo en la colonia Moderna. Hace veinte años era un lugar con aspecto de bosque y repleto de hules enormes. Pero los hules, algunos de ellos casi contemporáneos de la fundación de la colonia, a principios del siglo XX, tienen toda clase de inconvenientes para las personas que están más preocupadas por los cables aéreos que por la vida: levantan la banqueta y el pavimento, dejan caer hojas secas, aturden el cableado y las conexiones. Cuando me mudé, hace once años, los hules iban en franco retroceso y ahora es difícil dar con uno. Han sido sustituidos por arbustitos inanes o por nada. Si me asomo por la ventana, lo que veo es el nido de cables dejado allí por la CFE y por tres compañías de televisión por cable, cuyos alambres quedan colgando por siempre jamás aunque les cancelen el servicio (y todavía hay que dar gracias de que hace unos meses quitaron un viejo poste vecino, de madera podrida, que estaba completamente lleno de conexiones que no funcionaban desde tiempos del licenciado González Gallo).

Recuerdo varios programas de reforestación urbana, muchos de ellos nobles y bien intencionados, pero incapaces de revertir las consecuencias del odio desmesurado que le propinamos a los árboles. En realidad, lo que predomina y que uno suele escuchar son historias de horror en la que los árboles son los villanos y que justifican su exterminio: el ficus cuyas raíces perforaron un aljibe y lo hicieron crecer como un titán… El fresno que le cayó encima a una fachada y tumbó el balcón con todo y la jaula de los canarios… El roble que se convirtió en la guarida improvisada de un indigente…. La idea que tiene el tapatío promedio de convivir con la naturaleza siempre incluye un hacha.  

Ahora que son meses de lluvias la cosa empeora. En vez de plantar árboles apropiados, lo que hacemos es llamar como orates a los ayuntamientos y pedir que los talen, no vaya a ser que nos quedemos sin internet si la tormenta tira una rama. Las instituciones no han invertido un peso en cableado subterráneo ni en pavimentos (no me digan que se gastan millonadas en pavimentos: lo que se gastan son millonadas en chapopote y no creo que nadie sea capaz de defender las ruinas abiertas que tenemos por calles) pero sí invierten unos buenos pesos en sostener brigadas de ajusticiamiento cuyas víctimas son siempre árboles. Porque no solamente los atacamos en banquetas y jardineras callejeras: somos tan locos que destrozamos incluso el arbolado adulto de los parques para colocar en su lugar arbustos decorativos y tendejones de venta de papas.

Y no arguyamos tampoco, por favor, que los flamantes “cotos” de las orillas de la ciudad son “pulmones” de verdor. En buena parte de ellos, al menos en los que viven personas de clase media, las plantas son del tamaño de pollos y patos. Y de este lado del periférico, la persecución contra el arbolado crece de modo impune. Convertiremos la ciudad en un páramo. Y no porque seamos rulfianos.

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