GUADALAJARA, JALISCO (23/OCT/2016).- A riesgo de que alguien demuestre que existen tipologías más precisas en la materia sobre la que voy a bordar (me temo que siempre hay algún sapientísimo “paper”, con el sello de una universidad gringa o europea, que echar a la mesa en una discusión de cualquier tema), me atrevo a proponer que existen dos tipos de personalidades entre los individuos dedicados a la atención al público en los giros llamados “del sector servicios”: la del dependiente que no tiene la más remota idea de nada y titubea incluso antes de decir su nombre, y la del que, por el contrario, cree saber lo esencial sobre cosa en el Universo, y por tanto, se piensa que sabe más que el propio cliente sobre sus necesidades, intereses y posibilidades. Como estoy en el proceso de mudarme de domicilio, he tenido contacto abundante en días recientes con notables especímenes de uno y otro grupos. El caballero, por ejemplo, que responde en la línea de atención en una famosa compañía dedicada a proveer telefonía e internet a la que llamé el pasado lunes, pertenece a la primera categoría: no le ha quedado claro en ningún momento qué es lo que vende, en qué consisten los paquetes que debe promover y no es capaz, desde luego, de responder la más mínima duda que se salga del rollo que repite como periquito cuando uno le pide información. Las primeras cuestiones planteadas lo hicieron titubear; las subsecuentes lo arrastraron a un silencio cercano al congelamiento neuronal. “Mejor vuelva a marcar el teléfono y espero que esta vez le toque un compañero que sí pueda responder”, acabó por aceptar con algo parecido al llanto nublándole la voz. Antes de que alguien me acuse de hacerle bullying al operador, quiero dejar claro que ni lo regañé ni le falté al respeto ni nada similar. El tipo simplemente no sabía qué decir.En el otro extremo se encuentra el caballero que cubre la respectiva posición de dar informes en una compañía de mudanzas. Antes de que le terminara de enumerar los muebles que necesitaba que cargaran, ya le había puesto peros a la lista (“¿Cómo que su sala es de tres piezas? A ver: o son de cuatro o son de dos. ¿Ya contó las mesitas?”). Luego manifestó un escéptico desdén ante mi cálculo de necesitar más de cien cajas para cargar libros (dado que tengo algo así como cuatro mil en mis estantes, incluso luego de dos purgas). “¿Usted sabe cuántos libros caben en una caja?”, me dijo con un inocultable tonito de desprecio. “Sí, porque me he mudado diez veces en la vida y me he roto el lomo cargando cajas de libros. Necesito cajas pequeñas o medianas para que no se desfunden y serán más de cien”. En ese punto se puso a reír y, casi contra mi voluntad, mandó a uno de sus compañeros a mi actual casa para que hiciera un cálculo in situ. El enviado iba convencido de que iba a toparse con medio libretito lleno, en realidad, de fotos enmarcadas, porque casi se le cae la mandíbula cuando, en efecto, se topó con más tres docenas de libreros con volúmenes acomodados en dobles filas. Llamó, alarmadísimo, a la oficina. El tipo despectivo devino, repentinamente, mudito. Ya no dijo más y el resto del trámite lo hice con una señorita mucho más eficiente. Un amigo, dedicado a los recursos humanos me informa que lo que denuncio es producto de la falta de capacitación. Yo sostengo que, en realidad, se trata de un asunto de arquetipos platónicos. Así nos gusta ser: o nos ponemos sobraditos o no sabemos quién le pegó a Lucas.