GUADALAJARA, JALISCO (11/DIC/2016).- La gente se queja de esos evangelistas de saco y corbata (o de largas faldas y suéter de punto) que llegan a la puerta de casa, se prenden del timbre o atacan el enrejado con una monedita y, cuando finalmente les abre uno, piden diez minutos para hablar de la palabra de su Dios y/o encajarnos unas revistas que dicen exactamente lo mismo que ellos pero con menos gracia. Hay decenas (o miles) de chistes sobre esas personas, tanto en Estados Unidos, de donde muchos de los movimientos que las agrupan son originarios, como entre nosotros, que nos hemos convertido en el terreno de su expansión desde hace ya años.Mucha gente, pues, se molesta de que estos misioneros lleguen a su hogar y se jacta de haberlos echado de mal modo, cuando no se haberlos regañado o, de plano, de abrir la llave del agua y rociarlos con la manguera para que huyan y no vuelvan. Son menos, sin embargo, los que reparan en que casi cada persona que toca nuestra puerta da la misma lata y no todos (me atrevo a decir que son una absoluta minoría) lo hacen por motivos de importancia (de importancia para nosotros, se entiende, porque para el que cree que va a llevarnos al camino de la luz con su palabra, pegarse a nuestro timbre es importantísimo, aunque nos saque de la regadera o interrumpa una mañanita romántica).Muchos de esos otros visitantes espontáneos que aparecen en nuestras umbrales son vendedores. Esa técnica de ventas casa por casa, llamada por los conocedores “cambaceo” (como ni la Academia ni María Moliner conocen tan lustrosa palabra, ignoro su hipotética etimología grecolatina) pareciera eterna. A nuestras puertas han venido a ofrecer, si hacemos memoria, toda clase de artículos, objetos y servicios.Lo mismo enciclopedias que electrocutadores de moscos, lo mismo trapeadores que jamoncillo, lo mismo suscripciones a periódicos que tierra para macetas. Siempre he tenido la impresión de que el dichoso cambaceo no saca de apuros a nadie y, quizá por eso, por solidaridad y humana angustia por su porvenir, he abierto la puerta a todos esos vendedores a lo largo del tiempo, aunque no quiera enciclopedias ni matamoscos que den toques, aunque ya tenga trapeador y abomine del jamoncillo, aunque no desee suscribirme a otro periódico que a éste ni pretenda hacerme de una bolsa de tierra para macetas. Muy rara vez les he comprado algo a estos mártires de la economía en pequeña escala, eso sí, pero al menos los escucho y no los mando automáticamente a la goma (qué linda expresión, creo que ya medio extinta: mandar a la goma), como casi todos mis vecinos.Otros que tocan sin parar, en especial en zonas de la ciudad que tienen más dinero que las otras, son los que piden dinero. Nuestro país es tan desigual y está tan lleno de miserias de todo tipo que es imposible esperar que la mendicidad no crezca y sus alcances nos aterren cada día más. A la vez, está bien documentado que existen redes de explotación que convierten la necesidad y la compasión en un negocio. Sé de muchas personas bienintencionadas que ofrecen comida a personas desesperadas porque tienen que completar una cuota económica diaria… Y sé, también, de personas auténticamente en apuros, que buscan el apoyo de tipos que los ignoran o les avientan la puerta en la cara.La mendicidad es un problema de una complejidad casi inabordable, que suele sacar lo peor de cada quien (yo confieso que, a menos que el pedigüeño dé muestras de cinismo inocultables, suelo dar mi cooperación...)Total que uno ruega porque quien toque a la puerta sea el cartero. Y no aquel de la novela policial…