GUADALAJARA, JALISCO (23/ABR/2017).- Recuerdo que una compañera del catecismo (lamento decir que fui la decepción de mis catequistas y salí de sus amables sesiones convertido, para siempre, en un escéptico), al que asistí a eso de los diez años, se echó a llorar una buena mañana de verano porque un compañerito se puso a contar chistes sobre el reciente (hablo de 1986) terremoto que sacudió la capital del país, y que costó miles de vidas y provocó daños innumerables. Una de las fallecidas era la de la abuela de la niña en cuestión y su propia familia, de hecho, había llegado meses atrás a Guadalajara escapando de la situación límite que el DF vivía por entonces.Las monjitas mandaron al chistoso al rincón, a rezar padrenuestros, y siguieron con la sesión. Esto, sinceramente, habría podido suceder en cualquier parte y no tendría la menor importancia recordarlo, si no fuera porque el castigado mostró un rasgo que no todos los que alguna vez hemos pronunciado chistes incómodos compartimos: apenas se distrajeron las monjitas, escapó de su aislamiento, ganó la cercanía de la ofendida y reanudó los comentarios sobre el temblor. Y echó mano, creo recordar, de todo un arsenal de salvajadas (algunas graciosas y la mayoría totalmente gratuitas y crueles). Lo probable es que se las hubiera escuchado a su padre y hermanos (dos de los cuales, mayores ya, asistían también a la catequesis).La niña volvió a llorar y esta vez al chamaco se lo llevaron a rastras para que hablara con un padrecito. Mientras lo sacaban de allí, el chamaco seguía lanzando comentarios ofensivos sobre los “chilangos” y su desgracia. Había rebasado cualquier parámetro de lo gracioso (incluso, de verdad, para quienes frecuentamos el humor negro). Lo único que quería, al parecer, era demostrar el poder para que su compañera de aula sufriera.Es curioso comprobar, como sucede en los hechos que referí, la ruindad de ciertas personas. Pongo otro ejemplo: un amigo acaba de sufrir la escapatoria de su perro. El animal estaba en un quinto piso pero, en un momento de distracción, aprovechó para ganar el pasillo, la escalera y luego la calle y se perdió por allí. No se sabe dónde. Mi amigo, como haríamos todos en su situación, colocó un mensaje en redes sociales para solicitar la ayuda de quienes pudieran llegar a ver a su chucho. ¿Con qué se encontró? Pues con apoyo, claro, pero también con una cantidad enorme de mensajes de asnos, desconocidos para él, que se deleitaban en repetirle que, a esas horas, era probable que su mascota ya estuviera convertida en carnitas en alguna lateral o servida en forma de tacos al pastor.¿Qué sentido puede tener decirle eso a alguien que uno ni siquiera conoce? No se trata de que todos seamos San Francisquito de Sales, vaya: hay gente a la que quisiéramos ver frita en aceite por toda clase de problemas personales, laborales, vecinales, etcétera. ¿Pero moler a desconocidos y gastar tiempo en teclear idioteces dedicadas a ellos por un asunto que nos viene guango?Hace unas semanas fue noticia la medida de un medio escandinavo, que decidió que para comentar un artículo publicado en su página, el espontáneo crítico tuviera que pasar antes un test de comprensión lectora. Este tipo de iniciativas son criticadas por algunos pero dan como resultado la desaparición del troll gratuito, que es el tipo de troll más incomprensible: aquel que no se juega nada y solamente friega por el placer de que alguien se sienta mal.Recuerdo también la imagen de un niño, en una tribuna, sosteniendo una pancarta dedicada a un jugador. Decía: “Muérete”. Y recuerdo la cara de extrañeza absoluta del futbolista. Esa extrañeza que causa la ruindad.