GUADALAJARA, JALISCO (09/OCT/2016).- Vivo hace cinco años en una casa que, hipoteca mediante, me pertenece. Se la compré (bueno, la empresa financiadora lo hizo) a una familia bastante acomodada, cuyos integrantes, unos hermanos que andan poniendo en orden sus respectivas herencias, se han dedicado a los alquileres y los bienes raíces durante varios lustros. Cosa peculiar: la persona que vivió en la casa antes que yo, y que se fue hace bastante, porque la finca que compré estaba vacía y hubo que remozarla de arriba abajo, ha dejado huellas difíciles de borrar.La más evidente es que cada semana, con una puntualidad tan rigurosa que no puedo dejar de admirarla, aparece en mi puerta un cobrador diferente en busca de un tal licenciado González. Como con los licenciados González que hay en la ciudad podríamos, fácilmente, llenar el estadio Jalisco, los cobradores tienen, de entrada, un aire esperanzado. “¿Oiga, no estará de casualidad el licenciado?”. Las deudas de González abarcan toda la experiencia humana. Le debe a las dos tiendas departamentales más onerosas de la ciudad, le debe al IMSS, al ISSSTE, al Siapa y a una arrendadora. Le debe, también, a cinco bancos, incluido uno que no debe tener más de dos años en actividad, lo que significa que González es un ladino que sigue dando este domicilio, con el cual ya no tiene que ver, como propio.Hace un par de años me topé en la calle con uno de los hermanos que me vendieron la casa, un hombre con respetables canas y ya un poco vencido por los años. Le pregunté por su salud (la respuesta duró 15 minutos) y luego, como quien no quiere la cosa, me atreví a solicitarle algunos datos sobre el escapista González. Para mi sorpresa, la impresión de su ex casero no tiene nada que ver con la que me había formado. González alquiló la propiedad durante años y nunca dio un problema, más allá de que quitó la reja sin permiso porque usaba una camionetota que no cabía en la cochera. Cuando se fue, volvió a mandar que la pusieran en su lugar. “Era muy educado”, recordaba el viejo.Es probable que esa misma opinión tuvieran los ejecutivos de cuenta que permitieron que González se encharcara en unas deudas que se parecen cada vez más a las de un estafador serial. Nunca he abierto ninguno de los mil saldos bancarios que han aventado a mi cochera (se van directos a la basura) pero sí he visto los avisos de despachos judiciales en los que le reclaman cantidades de cientos de miles de pesos para no desalojarlo.Pocas cosas me han dado tanto gusto como reírme de la comitiva de un actuario que vino una mañana de sábado a intentar embargarme.“¿Es usted el licenciado González?”, espetó el tipo, con su trajecito verde comprado en un escaparate del centro y rodeado de paleros, cargadores y dos aparentes policías. “No”. El sujeto sonrió y mostró sus dientes de oro. “A ver, su identificación”. Bajé en pijama y con el IFE en la mano. En la otra llevaba las escrituras de la casa.“¿Y cómo sé que la escritura es legal?”, bufó el actuario tras revisar mis papeles y ya viéndose perdido. “Pregunte en el Registro Público de la Propiedad. Y hablando de propiedades, saque sus patas de la mía”, respondí. Lo que debió ser un golpe sabatino para el tipo terminó en fracaso. Cuando me asomé a ver si se habían largado, el actuario andaba repartiendo billetes de a cincuenta entre sus acompañantes con una cara de amargura fascinante.La agradezco a González esa oportunidad. Pero espero que algún día dejen de darme lata a su nombre.