GUADALAJARA, JALISCO (08/ENE/2017).- Uno de los problemas de discutir cualquier asunto con la generalidad de las personas (e incluyámonos, la verdad, porque en el fondo somos igualitos) es que tenemos un pensamiento que naturalmente se va a los extremos y no sabe de matices. Que es, pues, maniqueo.O, como diría nuestro sobrino, el que le sabe a las computadoras, que tiende a ser binario. Me refiero a cosas como estas: si nuestro interlocutor no le va a nuestro equipo, lo acusamos automáticamente de irle al rival más odiado.Si criticamos a nuestro político más detestado y alguien nos repela, lo reputamos como seguidor del sujeto increpado y de su partido y vaciamos sobre su cabezota el expediente entero de transas, cochupos y salvajadas de sus colores.Esto, huelga decir, es como dar un tiro en la oscuridad, porque a veces sucede que sí, que el astuto detractor cojea de esa pata (es del América, pues, y defiende a los árbitros) y sus palabras están envenenadas de militancia. Pero otras muchas veces pasa que, en ese empeño por interpretar cualquier argumento contrario a los nuestros como una confesión de partidarismo, convertimos un debate en una caricatura y, cegados por la necesidad de que las cosas sean como nos las imaginamos, nos volvemos incapaces de distinguir.Cualquiera de nosotros debería ser capaz de pensar en ejemplos cercanos y frecuentes de esta tara. O de este vicio, porque, qué quieren, también hay que aceptar que abundan las ocasiones en que recurrimos a esos “falsos positivos” para tachar al rival de interlocutor inaceptable (de nuevo, el americanista que defiende a los árbitros) y, con ese plumazo, queremos borrar argumentos que nos da flojera o no tenemos modo de rebatir. Y, de paso, nos ponemos en una posición olímpica, que nos permitirá descartar en automático todo lo que nos sea planteado. No hay nada más complicado que sostener un intercambio con alguien que no piensa como uno y ser capaz de cruzar argumentos sin perder los estribos, en especial, cuando el tema nos toca nervios sensibles, como suele suceder con todo aquello por lo que vale la pena disentir, como el deporte, la política, la religión (o la falta de ella), la vida en sociedad, los “estilos de vida”, etcétera.Primero, porque en general no estamos acostumbrados a discutir civilizadamente. Los sistemas (familiares, escolares, laborales, barriales) en que se nos educa son verticales y proponen la obediencia ciega como virtud. Vivimos, aún, en el mundo del “porque yo lo digo” que se suelta de modo irracional, de arriba hacia abajo. Y, por si fuera poco, nos encantan las verdades absolutas, que no dejan posibilidad a puntos intermedios. El que es Atlas quiere ver a los Chivas en el paredón.El que vota por los rojos piensa que todos los amarillos deberían ser arrestados. El que le reza a uno piensa que los que no se irán derechito a arder por los siglos de los siglos (y no me digan que no es cierto: acabo de enterarme de unos padres, presuntamente cultivados, que le dijeron a su hija que si se comía un solo dulce de un bolo escolar de Halloween que le dio una amiguita, se le aparecía una bruja y la mataría). Y, bueno, también están todos esos radicales políticos que piensan que deberían instalarse guillotinas y lo amenazan a uno con llevarlo a ellas el primer día. ¿Cómo podríamos esperar que una bola de fanáticos sea capaz de escuchar, discernir e intercambiar ideas sin acabar en el insulto o la amenaza? Ahora pensemos si de verdad queremos ser parte de esos fanáticos.