GUADALAJARA, JALISCO (30/OCT/2016).- Hace unos días atestigüé el intento de cateo del carrito de un pepenador por parte de unos agentes policiacos. Tengo la impresión de que los uniformados querían preocupar al tipo para ver si algo le sacaban (sabemos, de sobra, que para muchos agentes desvalijar ciudadanos por la calle es una suerte de pasatiempo o pasión equívoca y por eso somos varios los que, si vemos una patrulla a la distancia, nos ponemos a buen resguardo). Digo que el cateo se quedó en intento porque justo cuando comenzaban a esculcar las bolsas con los desperdicios recolectados (que iban a bordo de uno de esos triciclos con caja de carga, como los que utilizan los vendedores de tejuino) sonó el radiocomunicador de la patrulla y los agentes tuvieron que dejar ir al pepenador y marcharse a atender algún asunto más urgente. Desde que me mudé al oeste zapopano de la ciudad he descubierto que la pepena florece y es omnipresente. Antes, cuando vivía cerca del centro de Guadalajara, veía algún pepenador ocasional asomándose a los basureros. Eran, por lo general, hombres serios, hasta tristes, que colectaban sus hallazgos (latas y cartones, casi siempre) en costales que luego se echaban al hombro. Conozco personas que les tienen pánico a los pepenadores como secuela de traumas infantiles (“Si no te comes la sopa, te va a llevar el ropavejero”, le decían a una amiga que huye de cualquiera que busque cosas en la basura tal como yo, que he sido peatón toda la vida, huyo de la policía, que me ha detenido sin motivo más de cincuenta veces para hacerme “revisiones de rutina”). Yo, la verdad, tengo simpatía por ellos y me parecen gente esforzada y empeñosa como poca.Pues bien, al poniente de la ciudad, los pepenadores que veo cada día no son esos mismos hombres afligidos, sino tipos con triciclo, aire de profesionalismo y que no pocas veces operan en brigada, junto con mujeres y niños que quizá sean sus esposas e hijos. Converso con uno de ellos y me confiesa que todavía no puede creer la cantidad de objetos útiles y prácticamente nuevos que los habitantes de las colonias del oeste echan al bote. Acá no se trata solo de latas y empaques de cartón para reciclar: en los cestos, mi informante encuentra botes de perfume a medio llenar, relojes a los que les falta alguna pequeña reparación, juguetes a los que se les terminaron las pilas, ropa entera y en buen estado pero “fuera de temporada” y hasta aparatos electrónicos desechados en favor de versiones nuevas, como teléfonos celulares.No es de extrañar, entonces, que el poniente sea terreno de dura competencia para decenas (quizá sean cientos) de pepenadores y que muchos de ellos desdeñen las latas que hacen el día de sus colegas en otras zonas de la ciudad. Mientras más lejos del centro, mejores los premios, asegura el informante. Los terrenos más peleados, afirma, son los que rodean los grandes fraccionamientos amurallados, en donde, por desgracia, por regla general no se les permite la entrada (en algunos cotos, menos importantes, se arreglan con los guardias de seguridad para asomarse a los contenedores de basura, “pero ya está más escogida”). “Tengo un amigo que trabaja en el camión de la basura y ese sí se raya en Puerta de Hierro”, me cuenta. “Y es que la basura del rico es el tesoro del pobre”, completa entre risas. A mí, qué quieren, esas frases me dan escalofríos.Vivimos, pues, en una ciudad en la que algunos desperdician alegremente y otros tratan de sobrevivir aprovechando sus descartes. Las famosas migajas que caen de la mesa. El lado B de la riqueza intimidante de cierta Guadalajara.