GUADALAJARA, JALISCO (22/ENE/2017).- Creo que pocas cosas en el mundo me provocan tal preocupación como un comercio que abre. Un comercio honesto, pequeño, casi familiar. Mi preocupación comienza desde que noto las obras de adecuación que se le hacen al local y alcanzan su cénit en el momento en que el negocio, digamos que un comedero, abre sus puertas y los dueños (imaginémoslos, en este caso, como jóvenes y esperanzados) cuelgan una lona que dice “Ya abrimos”. Debo confesar que esas me parecen dos de las palabras de peor agüero que recuerdo, quizá porque en demasiados casos he visto que lo que sigue del dichoso “Ya abrimos” es el tétrico “Cerrado por remodelación”, que, como bien sabemos, nunca corresponde a ninguna clase de mejoras materiales, sino sencillamente a que se tiró la toalla y los locatarios, vencidos, se marcharon. Sufro por empatía moral, porque nunca me he visto en esa situación, con aquellos que deben cerrar un negocio en el que invirtieron dinero, ilusiones, trabajo y entusiasmo. Porque, por lo general, este tipo de asuntos no terminan bien. Las autoridades hacendarias suelen ser renuentes a dar estos datos, porque son bastante depresivos, pero los negocios que suspenden actividades cada año son cientos de miles en el país. Sin embargo, en ocasiones encuentro cierto consuelo en el hecho de que no pocos negociantes se ganan a pulso el fracaso, por atender pésimamente o por vender porquerías (dejo de lado a los que ponen un negocio y luego se aburren y lo cierran, dejando a los empleados colgados, porque esa especie no es abundante, aunque exista, y más que un artículo de periódico en su contra merecen el infierno de Dante). Al respecto de estos fracasos por asnalidad aguda, me viene a la mente el caso de Patroclo (llamémosle así, porque el muchacho se sentía poseedor de la belleza de una estatua clásica griega). Patroclo era novio de una amiga, cuya madre era famosa por elaborar unos tacos deliciosos, regados por una salsa adobada de esas que hacen época. Pues bien, sintiéndose con una oportunidad de oro en las manos, el tipo consiguió ser entrenado en la confección del manjar y, a las primeras de cambio, se hizo de un puestecito bien ubicado en un barrio de rancia tradición comercial repleto de vendedores, paseantes y clientes potenciales y, por tanto, inmejorable como locación para la intentona. Llamados por la solidaridad, algunos de los amigos de la novia acudimos en los primeros días. Patroclo había pensado en todo: llevaba mandilito y gorrito bordados, había mandado a hacer un rótulo muy profesional y su equipamiento era nuevo y reluciente. Lo que nadie le enseñó a Patroclo fue a trabajar. Su languidez era notable. Entre que uno llegaba y el hombre le tomaba la orden podían pasar diez minutos. Y solo entonces el hombre se ponía a cocinar.Nunca vi a nadie hacerlo con tal parsimonia y lentitud. La primera vez que fuimos, llegamos al puesto unos minutos antes de que comenzara el juego de una final de futbol. Para cuando nos sirvieron los tacos, estábamos a punto de acabar la pausa de medio tiempo. No se crea que el proceso se aceleraba al pedir la cuenta: logramos irnos cuando se dio el silbatazo final. Apenas avanzamos dos cuadras y ya había gente con playeras y banderitas, celebrando. “¿De verdad nos tardamos dos horas en comernos unos tacos de puesto?”, preguntó mi mujer. Sí, así fue. Por eso no nos extrañó nada el día en que nos topamos a Patroclo vendiendo celulares en Plaza del Sol. “Ya cerré el puesto. No iba nadie”, confesó. No se piense que aprendió la lección: dejó a su única cliente con la palabra en la boca para contarnos su historia y la mujer se fue.