GUADALAJARA, JALISCO (15/ENE/2017).- Las personas que aprovecharon los primeros días de enero para intentar un cambio de costumbres deben de contarse por miles. Enero es un mes que se presta, como ninguno, a las decisiones radicales: uno llega gastado por el interminable mesecito de posadas, fiestas, piñatas y demás jolgorios que es diciembre y, de paso, intoxicado, engordado, crudo de la cruda misma y con ganas de sopita de verduras y una mejoría general. Sobra, pues, quien se mira al espejo la mañana del 1 de enero (o en la tarde, si la fiesta fue tremenda y no se pudo antes) y dice: “Me veo como de cien años. Parezco el más viejo de mis tíos (o, en el caso de las mujeres, que suelen ser más realistas que uno, “la más abandonada de las vecinas”). Esto no puede seguir. Mañana mismo…”. Es entonces que se toma la decisión radical. Algunos optan por inscribirse en un gimnasio (o reinscribirse, porque resulta que lo dejaron colgando hace casi un año), o en sesiones de yoga, bicicleta fija, pilates, karate o actividades de esa calaña. Otros aprovechan la cercanía de un parque para irse a correr o caminar y estirarse un poco. Algunos más se ponen a régimen y no faltan quienes se hacen el firme propósito de dejar de beber, fumar y hasta de consumir sustancias controladas o de plano ilegales. Yo, que llevo ya unos meses de caminar varios kilómetros todas las mañanas por un parque cercano a mi domicilio, junto a mi leal perro (me adelanté a la sensación de decadencia de enero y comencé desde antes), llevo un par de semanas, las mismas que tiene el 2017, topándome con la legión de quienes se afanan por cumplir con retos de mejoría física.Es fácil distinguirlos de los deportistas habituales. Primero, porque o visten ropas flamantes, que es evidente que vienen directitas de la tienda, o porque, por el contrario, llevan encima garras luidas y añejas, que sobrevivieron en el fondo del armario desde los tiempos de muy anteriores (y frustrados) intentos de ponerse en forma.El segundo rasgo que hace notable a la parvada de repentinos (la nobleza de sus intenciones, eso sí, está fuera de toda duda) es que son ambiciosos: como si quisieran recobrar en diez minutos lo que perdieron durante meses de excesos y sedentarismo, echan a correr con unos ímpetus de Usain Bolt y se afanan en rebasar a los habituales del parque, que van más bien al pasito y conocen sus límites. Unos metros adelante se los topa uno, de nuevo, sofocados o jadeantes y, por supuesto, doblados sobre sí mismos y ya detenidos. Pese a que este texto pueda parecer burlesco, la verdad es que las personas que han decidido poner un poco de orden en su vida a partir de enero (sabiendo que, con toda probabilidad, para febrero o marzo habrán recaído en la fuente de sus males) cuentan con toda mi simpatía. He sido una de ellas tantas veces que las entiendo a la perfección. Me parece que somos millones quienes hemos tratado de echar a correr y hemos sido sofocados por la realidad unos pocos metros después y luego no hemos tenido fuerzas suficientes como para intentarlo de nuevo. Al menos, no de inmediato. Nos dicen que todo se trata de fuerza voluntad. Puede ser. Pero el esfuerzo que exige la cotidianidad (esos trabajos poco gratificantes y mal pagados, esa vida personal conflictiva, esa ciudad cada vez menos propicia) es ya titánico. ¿Quiénes somos para juzgar al que deja de correr en el parque y se va a seguir corriendo detrás del camión? No seré uno de ellos.