Domingo, 24 de Noviembre 2024
Suplementos | por: David Izazaga

La espontánea

Fatiga crónica

Por: EL INFORMADOR

Cada hospital tiene personajes que florecen en cada esquina, dando alegrías y penas a quienes transitan por sus pasillos.ELINFORMADOR  /

Cada hospital tiene personajes que florecen en cada esquina, dando alegrías y penas a quienes transitan por sus pasillos.ELINFORMADOR /

GUADALAJARA, JALISCO (09/OCT/2010).- La señora Esperanza llega al hospital y con muchos trabajos sube las escaleras. Un guardia de seguridad descansa sobre una silla, junto a un escritorio e intenta ver una tele que más bien parece un horno de microondas. La señora pregunta si no hay una silla de ruedas y el policía va a buscarla, pero nunca la encontrará.

El hospital, que más bien parece -a la hora de ingresar- una secundaria técnica, se encuentra en la parte alta de la Cruz Verde que está a espaldas del parque Alcalde. Quizás por la mañana se dé más movimiento, porque lo que es ahora, son pocas las personas que se ven esperar alguna consulta.

El guardia regresa sin la silla de ruedas y asegura, con aspavientos amables y cómplices, que siempre es lo mismo, que él ya les ha dicho que no se la anden llevando, pero que se le llevan y luego hay que andarla buscando y en la búsqueda nunca se la encuentra.

Mientras el guardia regresa a la tranquilidad de su escritorio, quien acompaña a la señora Esperanza ha ideado una forma de no extrañar la silla de ruedas: va por una silla de rueditas, de esas en las que se sientan las secretarias (que ahora, por fortuna, no están) y en esa transporta a la señora, hasta el fondo, donde está el consultorio al que va.

En la sala de espera del consultorio uno, que en realidad es un largo largo pasillo, está una fila de incómodas bancas, sobre las que descansan (es un decir) al menos unas siete personas. Cuando uno se sienta y es de tarde, como ahora, el sol termina de haber estado pegando buena parte del día en los amplísimos ventanales y entonces aquello se convierte en un verdadero horno. Hay unos ventiladores de pie junto a cada escritorio, pero, aunque están prendidos a la máxima potencia, misteriosamente permanecen dirigidos hacia la pared y no hacia quienes esperan, sudando, entrar a consulta.

Hay, sobre el escritorio de la señorita que ahora no está, una televisión puesta tambaleante y ladeada en el soporte empotrado en la pared, amarrada al mismo con unos cables que, inexplicablemente, están llenos de cochambre, tal como si se la hubieran robado de una cenaduría.
En el mismo soporte, pero abajo de la tele, una videocasetera (¿como para qué una video ahí?). La tele está prendida en el canal cinco que ofrece, uno tras otro y por varias horas, capítulos de Bob Esponja.

Por un lado del escritorio, sobre una mesita rodante a la que ya se le atoran las rueditas cada que la mueven, está una vetusta máquina de escribir que no se explica uno si sólo está ahí porque todavía no ha llegado a quien le toca llevársela al cementerio que le llaman bodegas del seguro o si la nostalgia puede más que nada. Porque a todos les consta que las máquinas de escribir no están más que de adorno, cuando aparece de pronto la señorita vestida con esa ya tradicional bata azul que más bien quiere ser verde agua y se sienta a aporrear, literalmente, el teclado de la computadora que tiene sobre su escritorio.

Luego de seguramente escribir algo que tenía que escribir rápido si no se le olvidaba, atiende a los varios pacientes que ya la esperaban desde hace rato. A los que ya tienen cita les va diciendo el orden en el que van a ir pasando y ella calcula que hoy, a pesar de que son las cinco de la tarde, no va a terminar antes de las siete, por lo que se ve.

A quienes no tienen cita, no le queda otra más que ofrecerles amabilísimas atenciones en lugar de soluciones: lo siente mucho, pero tendrán que sacar cita y las citas las están dando hasta para dentro de un mes.

Y a los que sí tienen, los va pasando de a uno por uno a la báscula, los mide y les toma la temperatura (parece tener un especial interés por tomarles, a todos, la temperatura: estoy seguro que si me hubiera descuidado, también a mí me la toma).

La señora Esperanza no tiene cita, pero como ayer la mandaron al hospital Ayala y de plano casi casi la dieron “de alta” allá, porque no había espacio ni en los pasillos, le dicen que la doctora la recibirá al final de las citas. Cuando la doctora, desde dentro del consultorio, le pregunta cuántos pacientes hay programados, ella le grita: siete esperando, dos por llegar y una “espontánea”.

La señora Esperanza, que ahora sabe que es “espontánea”, comenta que no le importa tener que esperar más de dos horas, pues este parece ser el paraíso, comparado con lo que sucede en el hospital Ayala.
Y sí, es así.

Y en el paraíso, por lo que se sabe, siempre estará Bob Esponja.

Tapatío

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