Suplementos | Por: David Izazaga Fatiga Crónica ¿Y si adentro es como en la fábrica de Willy Wonka? Por: EL INFORMADOR 14 de agosto de 2010 - 01:55 hs La fila alcanza por ahí de 10 o 12 personas en los Lonches Amparito. J.LÓPEZ / GUADALAJARA, JALISCO (14/AGO/2010).- Son las 11 de la mañana. En la esquina de Morelos y Gerardo Suárez, en el corazón mismo de la Plaza Tapatía, justo donde se encuentra la famosa fuente de “Los niños meones”, una familia proveniente del estado de Hidalgo detiene su andar, pues les llama la atención un hecho que, a quienes trabajan por ahí o suelen pasar continuamente, no les parece extraño: ¿Qué quieren esas personas formadas en fila, a la entrada de una puerta de madera que se abre y se cierra como si se tratara de esconder un gran secreto? Los cuatro integrantes de la familia hidalguense se preguntan entre ellos cosas que saben ninguno responderá atinadamente. ¿Qué venderán? ¿Por qué tanta gente formada? ¿Por qué no se puede pasar al interior? ¿Si sería Nacho Coronel el muerto? Entonces, el padre de familia, cuerdo, sólo atina a llegar a la siguiente conclusión: “lo que vendan, si hay tanta gente haciendo fila, ha de estar bueno”. Y se forma. La fila alcanza por ahí de 10 o 12 personas, no es -digámoslo así- “hora pico”. No es ni hora del desayuno, ni de la comida. La vendedora de paletas de la esquina dice que hay ocasiones en que llegan a estar formadas hasta 50 personas. Y cuentan que hubo mejores tiempos. La gente que camina por la Plaza Tapatía podrá no saber cuál es la calle Gerardo Suárez, pero cuando se pregunta por los Lonches Amparito, todo mundo sabe dar referencias. Todo mundo los ha probado. O casi. Es el número cinco de la calle Gerardo Suárez. Pegado en la pared, un letrero que dice: “Por respeto a los vecinos favor de hacer la fila de los lonches por la línea amarilla”. Y, en efecto, hay una línea amarilla que va de la puerta de madera corriendo por mitad de la banqueta y que luego, al doblar hacia la mitad de la calle, se confunde con otras líneas amarillas que señalan límites de estacionamiento. Hay gente en la fila, pero hay más esperando a los que se forman: unos se sientan sobre unos macetones, otros en la acera de enfrente, sobre la banqueta, otros más se acercan a la puerta con el ánimo de alcanzar a ver algo de lo que se prepara ahí adentro. Tarea, por cierto, nada fácil, complicada por la señora que se encarga de abrir y cerrar la puerta, de preguntar al cliente lo que desea y luego cobrar y luego darse cuenta que unos ojos curiosos intentan observar y ¡zas! la puerta se cierra sin avisar. Al padre de la familia hidalguense por fin le ha llegado su turno. Puede leer en la puerta: Lonches Amparito “no tenemos sucursales”, y luego una foto de la que, hábil él, supone es doña Amparito. El letrero, además, dice que se abre de lunes a sábado, pero no dice el horario (la gente sabe que se abre temprano, pero a horas distintas, y se cierra cuando se ha acabado todo, que bien puede ser algunos días antes y otros después. Es como todo). El precio de los lonches fluctúa de entre los 30 y los 40 pesos, dependiendo de los ingredientes. Cuando el hidalguense va a preguntarle a la señora que le entreabre la puerta de qué hay, la señora abre más la puerta y le señala el menú, pintado en la pared, adentro del pequeño local, en el que un ejército de ocho personas trabajan sin parar: hay una barra detrás de la cual dos personas están partiendo el pan, una señora corta finamente la pierna y ya tiene una torre de carnitas que servirían para alimentar a un regimiento; hay chiles, dos personas cortando verdura, jitomates, latas de jalapeños por un lado, y más gente untándole al pan crema o mayonesa. Apenas se alcanzan a distinguir, más al fondo, un par de refrigeradores, cuando la puerta se vuelve a entrecerrar sólo para abrirse unos minutos después, y entonces es posible tener la certeza de que el interior está pintado con un color verde agua, más propio de una marisquería. Hay ventiladores, porque allá adentro se ha de encerrar mucho el calor; hay también unos matainsectos de esos que los electrocutan sin miramientos y muchos paquetes de servilletas sin abrir. Al hidalguense ya le han cobrado y están a punto de entregarle, pero para no perder tiempo, ya le están preguntando al que sigue en la fila qué va a llevar. Los que vienen detrás van a tener que esperar un buen rato, pues ha pedido 25 lonches y cuando le dijeron que si volvía al ratito, dijo que no, que se esperaba de una vez. A una cuadra de ahí, sobre una banca negra, los cuatro integrantes de una familia hidalguense se han sentado a comer sin tener hambre. Por la expresión de su rostro se puede adivinar que lo que comen les está gustando. Aunque ahora no ponen la cara tan satisfecha como la que pusieron minutos antes, cuando se retrataron frente a una puerta de madera entreabierta. Temas Tapatío Fatiga Crónica Lee También El arte, un reflejo crítico de la sociedad contemporánea Tapatíos en busca de oro en California “Los peruanos somos como personajes de Rulfo”: Diego Trelles Paz José Meléndez, de ser estratega interino a poderse convertir en campeón con el Tapatío Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones