GUADALAJARA, JALISCO (05/MAR/2017).- Por asuntos que no viene al caso mencionarles (y que, por fortuna, no revistieron de mayor gravedad) he debido visitar los consultorios de varios médicos en los tiempos recientes. Lo acepto: formo parte de ese pequeño grupo de tapatíos que jamás pone su salud en manos de personas que no saben nada medicina sino que prefieren hablar de campos de energía, flores curativas, agüitas místicas, sobas de Ipecacuana o meditación. Y de esos que, si es que le llegan a doler las muelas con persistencia, acude a un dentista y no ante una pitonisa que se pasa la tarde releyendo a don Lobsang Rampa y cree en la reencarnación (¿quién acepta que lo atienda alguien que profesa la idea de que, total, ya habrá otra vida más adelante y salvar la actual quizá no sea tan importante?). Tampoco me cuento entre las filas de conciudadanos que se hacen pacientes del Doctor Google y, aquejados de un dolor de cabeza, se ponen a teclear en internet hasta establecer la convicción de que padecen lepra o se les formó un tumor maligno en el cerebelo entre el sábado y ese instante y, acto seguido, se las arreglan para meterse a una farmacia (o se van al barrio del Santuario) y se autoadministran sustancias indicadas para mitigar la andropausia del búfalo de agua. De esta clase de valientes, me temo, estamos rodeados: un conocido perdió el pelo por aferrarse a la idea de que unas ronchas que le nacían en los omóplatos ameritaban antirretrovirales, cuando lo que pasaba era que su higiene no era precisamente la mejor.Pero, más allá de estas precisiones, incluso en la medicina que cuenta con bases científicas suceden cosas que escapan a la lógica. Por ejemplo, la forma en la que el tiempo transcurre en la sala de espera de un consultorio. En unas de mis recientes visitas, pasé algo así como cincuenta minutos en un sofá de cuero de imitación, con un ejemplar de Selecciones en las manos. Estaba totalmente solo: nadie más esperaba. Cuando al fin la recepcionista me hizo a pasar, pude percatarme de que nadie me había antecedido en la consulta. El médico se levantó de su silla giratoria y me saludó: “Disculpe la demora: estaba resolviendo asuntos fiscales”.Al contrario de lo que sucede en las salas de espera, en donde los minutos se eternizan y el aire parece cargado de lentitud y tedio, el tiempo que se pasa en un consultorio es siempre vertiginoso. Apenas terminan de preguntarnos los datos generales y antes de que consigamos acomodarnos en la sillita del paciente, ya están imprimiendo la receta y dándonos los buenos días.Claro: estas soledades son cosa de las consultas privadas. Porque en las públicas, lo usual es la multitud. Una pluralidad de personas enfermas (o acompañantes) de todo tipo. Algunas de ellas con urgencias evidentes (un trabajador caído de una barda; un bebé con fiebre, acompañado por sus padres desencajados). Otras se encuentran allí porque sufren de males crónicos que un médico familiar debe revisarles cada cierto tiempo (y a esa tribu pertenecen esas señoras de edad que se llevan el tejido a la sala de espera). También está, claro, la madre trabajadora que no tuvo en dónde dejar encargados a sus chamacos, que corren y gritan por el pasillo como posesos y ponen a todo mundo de pestañas. En una de esas salas siente uno que la vida se le va.Lo que no cambia nunca es el huracán de entrar al consultorio y salir de nuevo en un minuto. Eso es tiempo elástico, caray, y el de Einstein es payasada.