Martes, 26 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (25/FEB/2012).- Atmosféricas. El jardín negocia a cada mañana con el día la cuota de fricción que el tiempo le cobrará. Organiza sus contingentes, dispone los gastos, depara desarrollos, florecimientos y bajas. La economía de la jornada queda así arreglada y sus habitantes –los pájaros primero– tienen entonces campo y materia listos para seguir cursando la gozosa enseñanza del jardín.

Una sola estampa, la del maguey en armas contra el muro blanqueado hace comparecer a la otra dueña del jardín, a la de los ojos de acetileno, a la mismísima belleza.

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Chateaubriand cita, para rematar un párrafo luminoso, a Voltaire: “Dichosos aquellos que aman la naturaleza. Ellos la encontrarán, y no encontrarán más que a ella, en el día de la adversidad”.

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La ópera de los tres centavos pasó por el Larva, por el costillar de galeón encallado del viejo cine Variedades. El furibundo aliento brechtiano levanta todavía la indignación y la risa un poco nerviosa que la historia de Mackie Navaja suscita. Valerosa producción local de un clásico del siglo XX, cargado de resonancias e interrogaciones. Putas, ladrones y pordioseros cantan un himno a la desventura y el riesgo. Notable la conjunción de  talentos y empeños que para la ocasión se logra. La orquesta de Gil Cervantes se desempeña brillantemente y hace una impecable y gozable ejecución de la música de Kurt Weill. La puesta en escena aprovecha muy acertadamente las posibilidades del magnífico local, la escenografía funciona bien, el vestuario de Julia y Renata es imaginativo y justo. Las actuaciones/interpretaciones son enjundiosas y en general toda la obra deja un grato sabor: una manera alterna quizás, y muy bienvenida, de montar óperas… El Larva sigue demostrando ser una de las mejores ideas culturales de esta ciudad en mucho tiempo.

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Comer con Jaime Lubín y su Taller del Asombro. Sobre una de las mejores calles de la ciudad, Madero, entre Tolsa y Robles Gil, hace Lubín sus preparaciones culinarias y verbales. Explicaciones y evocaciones, recuerdos y pronósticos, ciertos platos y ciertos vinos. Una reflexión práctica, imaginativa y deleitable sobre lo que hacer de comer ha sido en Guadalajara a través del tiempo. Hace cien años, a lo que se dijo, una señora disponía de más de mil posibles ingredientes para la cocina regional: ahora no llegan a ciento veinte. En las invenciones del taller, en las preparaciones de Jaime y de Adriana Camarena, abundan sin embargo los hallazgos y las recuperaciones. Estos trabajos reivindican y devuelven la sabrosura que las comidas industriales y adocenadas parecen robarse a cada día. Una comensal, sin embargo, refiere el encuentro con una fonda ignota, por el rumbo de la barranca de Oblatos, en la que la excelente cocina hace recordar que basta asomarse a ciertos buenos lugares para comprobar que el arte de hacer de comer con honradez, imaginación y gracia sigue poblando, venturosamente, tantos rincones populares de la noble y leal.

A la salida, el nocturno resplandor de la silueta del Templo Expiatorio confiere al barrio entero una nobleza lejana y vigente. No cesará la bienhechora irradiación que esta magnífica construcción prodiga a quien la ve. A piedra cortada, dijo el maestro. Y por decenios la música sincopada de los martillos de los canteros fue levantando esa anacrónica y estupenda trabazón gótica que tanto quiso Díaz Morales edificar con pureza y serenidad. De las planicies de Chartres hasta el valle de Atemajac, un mismo aliento va impulsando a estos inmóviles navíos de la misericordia y la esperanza, y va dejando a su paso la enseñanza irrenunciable de lo que con vuelo, pasión y ciencia se levanta y dura.

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Padre Placencia. Recorrer hasta llegar al fondo –beberlo todo– de este magnífico tomo, debido a los largos desvelos del maestro Ernesto Flores, en el que se recopila la Poesía completa del Padre Alfredo R. Placencia. (Editado por el Fondo de Cultura Económica y Conaculta.) Una primera parte, que conmueve y esclarece, reúne los testimonios sobre el padre Placencia que don Ernesto fue recopilando a través de los años en los distintos destinos que la carrera del poeta tuvo. Nochistlán, San Pedro Apulco, Bolaños, San Gaspar de Jalos, la Capilla de Jesús en Guadalajara, Amatitán, Ocotlán, Temaca, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic, Tonalá, Atoyac, San Juan de los Lagos, Valle de Guadalupe. De 1899 a 1920. Una geografía de la congoja, del paso del dolor, del difícil seguimiento de una vocación siempre atormentada. Y de otra vocación, cumplida con fiera constancia, con consolador celo: la del más alto poeta religioso del siglo XX de México. Placencia y la insolencia genial, llama a uno de los apartados de la introducción Ernesto Flores. Imprecaciones y dolidas alabanzas, búsquedas extraviadas y ciertas: la poesía de Placencia queda aquí, ahora ya reunida y disponible, como uno de los más terribles e iluminadores testimonios de la caída, la lucha y la gracia. Un viejo que entonces tenía 92 años, don Urbano Navarro, habla de sus recuerdos de 1912 en Portezuelo: “El padre Alfredo R. Placencia fue quien hizo el templo que se cayó…”. Pero el otro templo, el interior, el que fue trabajosamente construyendo y escribiendo el poeta por sus arduos destinos, está ahora completo, amargo y entrañable, para la edificación de los tiempos nuevos.

Enciéndete, no tardes. Necesito
que me reveles tú dónde se oculta
la estrofa aquella, la que canta y dice
que la vida se alzó de entre las tumbas.

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Miércoles. El pardo fulgor de la ceniza marca la frente de quienes están destinados al polvo.
Pero, otra vez: no todos los que vagan están perdidos.

Tapatío

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