Martes, 26 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (21/ENE/2012).- Los árboles de cada enero despliegan sus banderas amarillas para prevenir a quien por ahí pasa de que otra vuelta del tiempo está completa. Y de que todo, al final de los giros, ha de llegar a su quietud. Por mientras, las primaveras van encendiendo sus follajes por secciones, y así alegran otra vez el comienzo del año. Ruedan las hojas sobre el enladrillado de la terraza y su música queda va diciendo algo que sin duda habrá de permanecer.

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Una de tigres. Desde los helados montes Himalaya hasta los manglares tropicales de India y de Bangladesh. Panthera tigris. El mayor de los felinos. El secreto de su visión nocturna está en una membrana que refleja toda la luz de la noche en la retina. Su rugido puede oírse a un kilómetro y medio y es capaz de correr a más de 55 kilómetros por hora, aunque su especialidad está en los mortíferos movimientos en corto. Pero el silencio es su principal arma: el tigre se materializa del puro aire, y quienes han sobrevivido a su ataque coinciden en decir: “Salió de la nada”. National Geographic, la celebérrima y benemérita revista que empezó a publicarse el mismo año en que el tren llegó a estas tierras, en 1888, reporta que quedan menos de cuatro mil tigres libres sobre el planeta.

Avistamiento. Pardea y la destartalada camioneta avanza bamboleándose por el Periférico. Con un movimiento repentino, el conductor enfila por la desviación al ITESO. Obligada a detenerse por la fila de coches, la camioneta permanece un momento detenida; sin embargo, el bamboleo persiste. Una visión más cercana permite entonces descubrir que la parte de atrás de la camioneta no es más que una jaula en donde da vueltas sobre sí mismo un majestuoso tigre de Bengala. El brillo de los ojos del felino centellea en lo oscuro. El conductor parece hasta entonces darse cuenta de que no era el destino del tigre el campus universitario. Su terrible simetría no paseará su estampa por los pasillos y las aulas, y los jardines no verán su feroz, irreductible gracia. El vehículo realiza una serie de movimientos sincopados para corregir el rumbo y retomar la ruta. Avanza a jalones, mientras el tigre se revuelve, incandescente, en su jaula trashumante.

Tiger, tiger burning bright
in the forests of the night
what immortal hand or eye
could frame thy fearful simmetry?

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La Alemana. Comparecen los amigos al llamado del tequila y de la mesa abierta. El pianista recolecta los óbolos y las peticiones, los billetes de lotería circulan, el estado de las huestes futboleras se repasa, cruzan platos con ahogadas y lo que venga. Con puntual insistencia el tango Por una cabeza resuena entre el mugido de los camiones. Don Adolfo se desempeña y la conversación oscila como las llamas de una lumbrada nuevamente aparecida.

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Desvanecer lo lejano. Este es el título de un libro publicado por la fotógrafa Cecilia Hurtado, y que venturosamente apareció sobre la mesa de este espectador. La autora declara en la introducción que sus proyectos fotográficos “se refieren a la ausencia, a algo o a alguien que no está, al recuerdo y cómo vemos el pasado, a la melancolía de aquello que parece perdido”. La palabra parece, sin embargo, es la clave: gracias al esfuerzo de Cecilia tenemos ahora un testimonio real, tangible y significativo de una cultura en extinción. Se trata de los kiliwa, etnia originaria de Baja California y que formó parte del pueblo yumano. Quedan no más de diez personas que ahora hablan esa lengua. Las imágenes presentadas conforman una larga serie de reflexiones sobre el olvido, la fragilidad de las cosas humanas, la persistencia de la voluntad, la esperanza y la muerte. Pocos ensayos fotográficos contemporáneos tienen la sutil contundencia que ahora Cecilia Hurtado esgrime para dejar constancia del arduo destino de los últimos de cualquier raza. Hay una como entresombra, una veladura esencial que recorre muchas de las imágenes, y que les da una calidad de sueño, de cosa nunca vista, a veces de milagro. Como el del arbusto dorado que cruza el aire pleno de misterio bajo la presencia definitiva de la luna. Huellas, rastros, vestigios, el perfil de la sierra contra el cielo incierto, unas piedras en pie, un coyote a lo lejos: gramática elemental de todo un mundo que se pierde. Una silla, el respaldo de una silla gastada y raspada por los años, se recorta contra la textura de un muro: quién habrá que nunca se haya sentado en esta silla, visto estas cosas que se disuelven en el puro aire delgado.  

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El reciente número de Artes de México, último de la serie hasta ahora aparecida sobre la Compañía de Jesús, lleva por título Los jesuitas y la construcción de la nación mexicana. Y nada menos a la explicación de esta fundamental y poco frecuentada parte de la historia patria se dedica una serie de artículos esclarecedores y, como siempre, estupendamente ilustrados. Hay un texto extraordinario, e inédito, de Francisco Javier Clavijero que de manera vívida y estremecedora narra los pormenores de la expulsión de los jesuitas de nuestro país: Relación de los sucesos de la Provincia de México desde el día 25 de junio de 1767. El número, copatrocinado muy atinadamente por el Iteso, debiera interesar a cuantos busquen las claves de la sensibilidad y la conciencia de este país. Dice Alfonso Alfaro, artífice de la serie de entregas jesuíticas, en el artículo inicial: “No es una de las menores paradojas de este dramático periodo el que estos jesuitas, miembros de una institución cuya naturaleza universalista aducían las Coronas como elemento de radical incompatibilidad con la sacralizada razón de Estado (motivo suficiente para buscar su aniquilación), hayan consagrado los duros años del exilio donde encontrarían la vejez y la muerte a construir pacientemente una sociedad que habría de convertirse, en buena parte gracias a sus esfuerzos, en una nación”.

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Tendría, pues, la intemperie por casa, por reposo la fuga. A tanto así llegaba su noción del mundo cuando logró regresar de aquel naufragio. Los días furibundos, las noches alucinadas, cargadas de sueños como huracanes. Sobre el tenso muro de la vigilia una inscripción nítida y breve revelaba el secreto del viaje: cuando intentó leerla ya era de aire.

Tapatío

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