Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

De la sierra a la laguna queda, en algunas vertientes, una tenue línea invisible que mantiene el paisaje en alto, papalote entre las nubes. La sierra despliega la sucesión de sus cerros a lo largo de un dilatado trecho que, mirando al sur, cobija las aguas livianas de la laguna de Chapala. Baja de allí un viento que en algunas tardes roza los árboles de la orilla, se lleva a los pájaros aire abajo, hace pensar en cosas que vienen. Desde la cresta alguna vez recorrida se avista, muy blanco su remate, el volcán. De esa sierra, pues, bajan las faldas pródigas con sus hondas gargantas insospechadas, después las tierras del Huasoyo, la cinta de la carretera y luego los sembradíos de chayotes que aún subsisten, el camino real, la cumbrera de la vieja casa y su jardín, la calle inmutable desde hace siete decenios y al fin, la orilla y el sonido hipnótico de las olas mansas e insistentes. Inscrita con precisión en esa línea, sostenida por esa frágil seguidez, como en la exacta cadencia de un soneto, la casa navega inmersa en una felicidad que viene muy de lejos. Así viva.
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Gabriel Zaid sobre José Alvarado, en su centenario. El poeta regiomontano escribe un luminoso artículo –a los que nos tiene acostumbrados– en el número que corre de Letras Libres. Viene el recuerdo de los primeros años setenta, del Excélsior de entonces que llegaba con puntualidad y olor de cosa bien hecha a la casa paterna. Cada semana, al centro de la página cuatro o cinco –la memoria no es muy precisa–, José Alvarado –otro regiomontano– entregaba un espléndido artículo. Llamaba la atención sobre todo, su estilo: desparpajado, ceñido, ágil. Sobre todo, elegante, opina de nuevo la memoria. Años después, la benemérita serie de Lecturas Mexicanas publicó un volumen de su prosa, ahora desbalagado, y extrañado. Total, Zaid dice:    
“Hay lujos de la vida cotidiana que despiertan el agradecimiento. Como ver claro y lejos, cuando los vientos y la lluvia barren con el aire sucio de México. Como aquel lujo de leer a José Alvarado los domingos”.
Y luego, ya encarrerado:
“Cuando se toma en serio el quehacer de todos los días, los milagros suceden: el inesperado heroísmo, la inesperada cortesía, el cielo despejado de la ciudad de México. Pueden pasar inadvertidos, pero hay que agradecerlos. Más realidad tiene un día claro que muchos siglos de Historia.
Dicho sea por un hombre que hizo más claro este país con su prosa admirable. Que se tomó el trabajo de escribir bien para los lectores de periódicos. Que hacía milagros con el aire sucio”.
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Como leer a Conrad. Ya se ha escrito en estos renglones, pero regresa: Álvaro Mutis ha dicho a quien quiera oír su ilimitada veneración por Joseph Conrad. Tan es así que el ilustre poeta colombiano afirma luego tener guardado, sin leer, un último libro del escritor que fue polaco y también inglés. “Para cuando me esté muriendo…”, dice. Viene esto otra vez al caso por una narración de Conrad, empacada en un copioso volumen de las Wordsworth Editions, y que se llama Juventud: una narrativa. Fue escrita en 1898. En sus pocas páginas refrenda con toda potencia el mundo magnetizado por el mar, la maravilla y el azoro de las novelas de mayor aliento de Conrad. Marlow, su personaje impar, cuenta a un puñado de hombres, en una cantina, la peripecia del Judea, viejo y ruinoso navío inglés. “Pasen la botella”, repite el narrador cada dos o tres parrafadas. Y discurre así la imposible travesía del Marlow de los 20 años rumbo al Lejano Oriente. La renqueante embarcación, cargada de carbón, emprende desde Londres una singladura de 150 días con destino a Bangkok. Zarpa dos veces en falso, regresada a puerto por las tormentas que la acercan al mismo borde del naufragio. Largos meses para reparar y rearmar el barco. Zarpa otra vez por fin y, tras varias semanas, el cargamento se incendia. Es difícil decir la suprema elegancia, la andadura contenida y jovial, la maestría sin costuras de la prosa de Conrad. La manera augusta con que apela a los grandes gestos, las palabras definitivas, los detalles entrañables. Difícil decir el hondo gozo, pues, de leer a Conrad.
Y, así, ante el escritor y “el hombre de finanzas, el hombre de cuentas, el hombre de leyes”, Marlow dice cosas como éstas hablando de la embarcación, (a la que en el inglés siempre se le refiere como “ella”, siempre “she”, nunca “it”):
“¡Oh juventud! ¡Su fuerza, su fe, su imaginación! Para mí ella no era una vieja cáscara acarreando por el mundo un montón de carbón por carga –para mí ella era la devoción, la prueba, el juicio de la vida. Pienso en ella con placer, con afecto, con remordimiento, como pensarías de alguien muerto a quien has querido. Nunca la olvidaré… Pasen la botella”.
“¿Qué podrías esperar? Ella estaba cansada, esa vieja embarcación. Su juventud estaba en donde la mía está –en donde la de ustedes está–, ustedes, compañeros que oyen este lamento; ¿y qué amigo arrojaría sus años y su fatiga en su cara? No se lo reclamábamos. Para nosotros, al menos, parecía que habíamos nacido en ella, criados en ella, vivido en ella por años, nunca habiendo conocido otra embarcación. Más bien antes habría yo insultado a la vieja iglesia de mi pueblo por no ser una catedral”.
“Había grietas, detonaciones, y del cono de flamas las chispas volaban hacia arriba, como el hombre nace para el quebranto, para barcos que hacen agua, y para barcos que arden”.
“Y me acuerdo de mi juventud y del sentimiento que no habrá de volver jamás, del sentimiento de que yo podría durar por siempre, sobrevivir al mar, a la tierra, y a todos los hombres; el engañoso sentimiento que nos conduce a los gozos, a los peligros, al amor, al vano esfuerzo, a la muerte; la convicción triunfante de la fuerza, del calor de la vida en el puñado de polvo, del resplandor en el corazón que con cada año decrece, se enfría, se empequeñece, y expira –y expira tan pronto, tan pronto– antes que la vida misma. El buen viejo tiempo, el buen viejo tiempo. La juventud y el mar. El encanto y el mar. El buen, fuerte mar, el salado, amargo mar, que puede susurrarte y rugirte y dejarte sin aliento. Un golpe de Sol sobre una playa extraña, el tiempo de recordar, el tiempo de un suspiro, y adiós”.
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Renato Leduc y el eclipse de luna:
Rueda la noche y en la noche el tren,
el uno y la otra por distinta vía,
alguien habrá que en el desierto andén
consigne fardos de melancolía.

Tapatío

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