Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (21/MAY/2011).- Para el jardín, los días más largos del año se suceden. Las aguas se antojan lejanas aún, el calor aprieta sus cordajes invisibles, el cielo palidece sin nube alguna. La resolana de la tarde emite oleadas de calor pegajoso. Los pájaros no se dan por aludidos y continúan sus cantos laboriosos. En otro jardín apareció una invasión inquietante e instantánea: una multitud de escarabajos de enjoyadas espaldas se afanan sobre las guías de la buganvilia. Nadie parece saber a qué se dedican, qué proponen. A un lado, termina su explosiva floración el tabachín más valiente. La voz de Peter Gabriel dice: buscando a alguien, supongo que eso hago/ tratando de encontrar un recuerdo en un cuarto oscuro…
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El olor abre las puertas de un universo paralelo, inasible y cierto. Constataciones instantáneas y hondamente bienvenidas: nada está perdido. Al borde de cualquier calle, al abrir un libro o una puerta, al paso de una muchacha anónima y de prisa, en el relumbre de la costa avistada al fin, al fondo de un potrero y entre el lienzo recalentado por el sol de la tarde: aquí está todo. Un olor que con su leve potencia insospechada devuelve, intactos, el santo y las señas de los días que se fueron. Es, si acaso, un instante: pero en él se concentran las claves, los detalles y los grandes trazos, los pensamientos y las cavilaciones, las epifanías gozosas y las sombras que conformaron la vida. Un olor, apenas un atisbo y un gesto. Y sin embargo, se comprueba, en algún lugar, en las más ignotas circunvoluciones del cerebro, en el entrepliegue de la piel, en las alas del corazón, entre los ojos: dura aquí esa lumbre.
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Mezclas duras: Cyrano de Bergerac y Catcher in the rye. Edmond Rostand y J.D. Salinger. El inmortal narizón y su penacho blanco, guardián del orgullo, el estilo y la bravura; Holden Caulfield y su gorro colorado, guardián de los niños que juegan en el campo del centeno, vigilante para que ninguno caiga a la barranca. El sitio de Arras y los cadetes de Gascoña desfallecientes de hambre y sin embargo fieros, las calles de Nueva York y el guardián que va y viene buscando los patos de Central Park; Roxane y Anne: claves al final para un mismo combate.
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Reencontrado en un pliegue de la memoria que forman las hileras de libros que trazan un mapa lineal y extraviado de los meses y los años, aparece un parte de batalla: un poema de Francisco Hernández:
No visitaré el reino esta mañana ni pasado mañana y tal vez nunca. No buscaré mis pasos por el solar sombrío ni escucharé a los cuervos picotear esmeraldas alrededor del foso. No seguiré el curso del torrente con la bandera en alto ni ensartaré a los peces de vísceras hinchadas que llegan a la orilla.
No estaré para levantar la tienda bajo la vibración de las colmenas ni mi corazón será turbado por la memoria de tu cuerpo desnudo.
Allá, en el reino, otras manos amasarán la lluvia con la ceniza que llena el sayo de los muertos.
Allá se harán pedazos los iconos, uñas ajenas adormecerán los muslos de las parturientas y las mejillas de los niños serán pasto de esos pequeños monstruos que vuelan en parejas, conducidos por un ejército de piojos. No volveré a tocarte. Tu nombre ya no pronunciaré.
Aquí, sobre la espalda de un combatiente que agoniza, acepto la derrota y esta imbécil nostalgia por el reino.
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Tres postales navegan en la batea de madera, cartas de una baraja que desde su quietud va diciendo la suerte. Una de ellas viene desde la Frick Collection. Recuerdo de una gélida mansión que se fue llenando de prodigios al borde indiferente de la Quinta Avenida. Un caballero, de espaldas, chambergo bien calado, cuenta historias de guerras, navegaciones y regresos a una mujer que atenta, acodada a la mesa, va oyendo. Algo diría el hombre aquel a medias de esta conversación para siempre perdida que suscitó, en este momento preciso, la sonrisa que ilumina el cuadro todo. Para eso regresó el hombre, pudiera pensarse. La ventana está entreabierta y la luz de Flandes desciende sobre los brocados de las mangas del vestido que chisporrotean levemente. El tocado de la mujer, muy blanco, sabe guardar ciertas penumbras. Sobre su cabeza, en el muro, un mapa despliega la geografía de un continente lejano. Trabajosas líneas que describen las tierras del nuevo mundo: es posible reconocer las costas del golfo de México, el cuerpo de la patria cribado de interrogaciones, lugares ignotos con apenas un nombre, la península de California magnificada por la imaginación o la sed de los viajeros que por allí cruzaron. Vermeer se obstinó en dar el mayor detalle. (Y una mancha más o menos azul pudiera ser, entonces, la laguna de Chapala, enorme, que el de Delft consigna con minucia.) El mapa dice, en este interior cuidadoso y sereno, toda la distancia, la incierta vastedad, el misterio del mundo que aquí se resuelve en esta plática que ahora prosigue.

Segunda postal: Un edificio en contrapicado. Un muro de piedra sobre el que se alternan varios pisos de ventanas con todos los vidrios rotos. La perspectiva incita al vértigo y el interior de la construcción, por cada abertura, es una oscuridad de tinta. De una ventana a la otra, sostenido apenas por las uñas que se aferran a las juntas de la piedra un hombre ensaya de no caer. Con visible esfuerzo –gotas de sudor, gesto apurado-Tintín avanza lentamente. No se caerá, se sabe.

Tercera postal: del período Ptolomeíco emerge la figura enhiesta, las orejas muy atentas y aguzadas, las patas en un reposo que sin embargo revela la presteza para el salto. La curva del lomo tiene la infinita gracia de un animal sagrado. La cola traza una interrogación definitiva. Es en la cara, empero, que reside el secreto: algo está viendo el gato que lo mantiene por siempre ya en vilo. En el reflejo de sus ojos, velado ahora, quedó fijado el espanto, el asombro, quizá la gracia de sus días sobre la tierra. El gato egipcio, piel de bronce que guardó su piel, mira y espera.

Tapatío

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