GUADALAJARA, JALISCO (20/NOV/2016).- “Hay quienes no sirven ni para cavar un agujero en la tierra”, dice un personaje de Jorge Ibargüengoitia. La mayoría de las personas distamos de ser Einstein pero tampoco caemos tan bajo. Somos, vaya, medianías y nuestros talentos existen pero no suelen ser únicos ni esplendorosos. Uno de los pocos dones naturales que un servidor posee, por ejemplo, es el de ser paciente. Pero cuando pierdo la paciencia tengo estallidos de ira. Y aquí viene el problema: la paciencia es una virtud silenciosa, casi íntima. Pero la rabia, la que nos hace retorcernos como el Pato Donald cuando se da un mazazo en el pulgar, es un asunto aparatoso y que nadie pasa por alto. La contraparte de mi don, pues, es que tengo la capacidad de que mis accesos de ira los presencie, siempre, la persona responsable mientras la estoy maldiciendo. “Me saltan”, por citar una frase común.¿Que el cartero, por error, le dejó el ejemplar mensual de la revista a la que estoy suscrito al vecino y éste no se ha acomedido a devolverlo? Ah, pues cuando gruño mi inconformidad, resulta que a dos metros se encuentra el vecino, arrepentido y con mi revista, y a otros dos el cartero, con un sobre dirigido a mí en la mano, que acaba de recuperar heroicamente de un montón de correspondencia por regresar a sus remitentes. Y ambos acaban de escuchar que, en vivo y directo, los llamo hijos de tal por cual. Y las sonrisas se les secan en los labios. Mi revista y mi sobre se pierden en dos direcciones distintas y yo me doy cuenta de que mi único talento real consiste en eso: que mis berrinches se me vuelven en contra.Otro caso: tengo un perro muy nervioso, por culpa de haber sido atacado por un pitbull salvaje (propiedad de un locazo consumado, porque su animal ha agredido a media docena de perros ya y él sigue sin tomar ninguna clase de medida educativa o preventiva), y al cual no le gusta que se le acerquen otros canes. Pasearlo es hacer slalom, alejándose de las rejas detrás de las cuales hay perros ladradores y, a la vez, poniéndose a salvo de otros paseadores y mascotas. Solamente hay un obstáculo infranqueable: el de los tipos que pasean a sus perros sin la correa que indican los reglamentos y el sentido común. Pues bien, pasa que acabo de mudarme de barrio y apenas voy conociendo las nuevas rutas. Aún me sorprenden los ladridos de canes que salen de rejas imprevistas. Y aún me topo con perros enormes, sueltos, que amistosamente se lanzan sobre el mío. Y mi pobre sabueso aúlla y quiere huir a la velocidad de la luz.Pues hace unos días, resultó que un labrador del tamaño de un búfalo adulto se le echó encima al mío. Era pacífico y sólo quería jugar, pero a mi perro casi le da un infarto del susto. Me puse, claro, a despotricar contra la incivilidad de los dueños (siendo sincero, no usé un término tan técnico como “incivilidad”, sino una serie de palabrotas por todos conocidas pero que no citaré en este espacio), sólo para toparme con que el propietario del animal, que venía corriendo medio sofocado en su busca, era un buen amigo. Al que, claro, ya había llamado de todo antes de reconocerlo. “No hace nada”, dijo, justificando a su perro (quien era, desde luego, inocente de todo mal). Yo me puse verde y rojo pero el mal estaba hecho. Mi berrinche me saltó, de nuevo.La próxima vez que vean a un tipo que pasea a su perro y que lleva cinta aislante en la boca, seré yo.