Viernes, 22 de Noviembre 2024
México | Por Jorge Zepeda Patterson

Mujeres justicieras

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Por: EL INFORMADOR

No todos tenemos la admirable entereza de Isabel Miranda de Wallace, pero estoy seguro que usted y yo, lector, pensaríamos hacer algo similar en caso de que un hijo o una hija fuesen asesinados de manera arbitraria y salvaje. Y sin embargo, tendríamos que preguntarnos si no estamos abriendo una caja de Pandora al concluir que la obtención de justicia pasa necesariamente por la conversión en detectives de madres y familiares de las víctimas.

Justamente eso es lo que tuvo que hacer la señora Marisela Escobedo, acribillada el jueves pasado, quien persiguió durante dos años a Sergio Rafael Barraza, asesino de su hija de 16 años, Rubí Marisol. La señora Escobedo no sólo se dedicó a buscar pruebas que demostraran la culpabilidad de Barraza, ex pareja sentimental de su hija. Sabedora de la ineficiencia de las autoridades, ella misma investigó durante meses el paradero del asesino prófugo, hasta encontrarlo: vivía en Zacatecas. Marisela Escobedo dio con la casa, atestiguó la presencia de Barraza y llamó a las autoridades para exigir su detención. El tipo logró escapar y meses después, todo indica, mandó a ejecutar a su perseguidora.

Un primer problema de la obtención de justicia por iniciativa propia, es que hace muy vulnerables a las perseguidoras. El asesino, o asesinos, saben que su fiscal ciudadana tiene nombre, cara y domicilio, y suponen, a veces con razón, que bastaría con suprimir a su “cazadora”, para librarse de la persecución. Una cosa es ser buscado y acechado por la maquinaria del Estado, y otra por una señora o una familia que pueden ser amenazadas y ultimadas.

La sociedad mexicana no puede darse el lujo de que el asesinato de Marisela Escobedo quede impune. Si Barraza se sale con la suya, todas las futuras Miranda de Wallace estarán en peligro de muerte. Debe pasarse el mensaje a estos asesinos que todo intento para suprimir a una madre “justiciera” desencadenará una cacería del Poder Judicial a escala nacional.

Con todo, el riesgo seguirá latente mientras las víctimas tengan que convertirse en Ministerio Público improvisado frente a la incapacidad del Estado para impartir justicia y para proteger a quienes trabajan contra la impunidad.

Un segundo problema reside justamente en el hecho de que se trata de una improvisación. Es impresionante lo que la señora Isabel Miranda aprendió sobre procesos judiciales e investigación policiaca. Marisela Escobedo se sumergió en las profundidades del nuevo sistema de juicios orales para documentar la evidencia que mostrara la culpabilidad del asesino de su hija. Pero en la medida en que se generalice el ejemplo de estas madres admirables, veremos pulular por todo el territorio una legión de “detectives” cargados de dolor, resentimiento e indignación, en busca de culpables, reales o supuestos.

Por desgracia no en todos los casos habrá el prurito que la señora Miranda de Wallace y Marisela Escobedo tuvieron para poner nombre y apellido a los culpables a partir de investigaciones judicialmente sólidas. Pero si se generaliza la búsqueda de justicia por vías particulares, no es escaso el riesgo de acusaciones en contra de inocentes en el contexto de entramados cargados de prejuicios y pasiones previas a los hechos de sangre. Lo último que necesita nuestro precario y abrumado sistema de justicia es un alud de particulares convertidos en vengadores justicieros.

Felipe Calderón entregó hace unos días el Premio Nacional de Derechos Humanos a la señora Isabel Miranda de Wallace. A mi juicio es una de las preseas más meritorias en todo el sexenio y, si me apuran, uno de los mejores momentos de su presidencia. Y sin embargo, tiene mucho de inquietante que el Jefe del Estado elogie públicamente, y en esa medida dé un espaldarazo, a la intervención de particulares en las tareas de exclusiva responsabilidad del Estado.

¿Dónde establecer la línea que divida los casos gratos y los no gratos de “vigilantes” de justicia por mano propia? Las asociaciones feministas tuvieron que documentar los delitos del tratante de niñas, Jean Succar Kuri, para obligar a las autoridades a detenerlo y eventualmente impedir su fuga de la cárcel. Las madres de Juárez tienen años documentado expedientes paralelos a los del Ministerio Público para evitar condenas a “chivos expiatorios”. Es un trabajo valiente e insustituible. Pero en la medida en que asumimos como normal la incapacidad del Estado en materia de procuración de justicia, abrimos la puerta para una intervención cada vez más activa por parte de familiares y particulares. Un clima que a la larga podría ser del todo contraproducente.

Por eso es que me parece que el verdadero tributo al heroísmo individual de mujeres como Miranda de Wallace y Marisela Escobedo sería el compromiso del Estado mexicano para protegerlas y no exponerlas. La primera es un caso exitoso y la segunda un capítulo vergonzoso de la misma infamia: la ineptitud de nuestro aparato de justicia.

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