Sábado, 23 de Noviembre 2024
Jalisco | Por Paty Blue

Según yo

Pero qué ociosa necesidad

Por: EL INFORMADOR

Pero qué ociosa necesidad

Si algo mantengo bien despierto y siempre deseoso de entrar en acción es el ejercicio de mis desenfrenadas papilas gustativas. No puedo sino aceptando que soy de un goloso subido y que la sola evocación de alguna suculencia me basta, para que su ingesta se me vuelva un imperativo inaplazable, que no pocas veces me ha incitado a hacer viaje especial, con tal de no soslayar el antojo.

Mi ingrata figura es el más fehaciente testigo de que lo dicho es verdad, pero siempre me defiendo asumiendo que mi natural glotonería no es sino la herencia de una madre tan buena para cocinar, como para satisfacer sus apetitos sin reflexión ni cargo de conciencia.

Así que, sabedor de mis debilidades orales, tanto como de mi habitual renuencia a ocurrir a cierto club deportivo que hace sus particulares delicias dominicales, mi marido me instó a que abandonara la cama a deshoras y le acompañara al citado lugar, con la promesa jurada de convidarme a desayunar en dicho sitio. Como quien dice, echó mano de su infalible arma de convencimiento, porque la sola idea de verme frente a un plato de lengua en salsa verde, acompañada con frijoles aguaditos y tortillas recién hechas me hizo incorporarme del lecho que el día anterior, acuciada por una semana laboral particularmente ajetreada, juré no abandonar antes de las once de la mañana.

Ataviada para la deportiva ocasión, aunque sin la mínima intención de traquetear mis flamantes tenis, largo se me hizo el camino para llegar al club de marras a hacer efectiva la enunciada provocación gastronómica, pero igual proporción geométrica adquirió mi cara cuando, frente a la mesa del bufet que disponen para que uno se sirva a su antojo, ninguno de los peroles enfilados contenía el platillo que despertó mis tempraneras apetencias.

Más tardó la empleada en retirar la tapa del primer potaje, que yo en pedirle que la cerrara, porque contenía un menudo de caldo blanco y cargado de ramas de hierbabuena nadando bajo una espesa nata de grasa, totalmente diferente al que solían preparar durante los muchos domingos que le rendí los honores. A idéntico operativo se sometieron los contenedores de enchiladas tiesas, papas con huevo, costillitas con calabaza y elote. Cuando sólo faltaba uno por develar su contenido, temí lo peor. Era obvio que lo único que no podía faltar eran los frijoles, que ni siquiera eran aguaditos, sino bien refritos y rebosantes con manteca de chorizo barato.

Repasé de nuevo la oferta que me ahuyentó el deseo de romper las ayunas, hasta llegar al comal de las quesadillas, en donde pedí dos con flor de calabaza e información sobre la lengua omisa. Me enteré, entonces, que los iluminados directivos del club acababan de contratar a una chef primeriza quien, desoyendo las orientaciones de quienes han venido atendiendo el negocio por años, dictaminó revolcar el menú para adaptarlo a sus muy sinuosos conceptos de variedad y balance nutricional de los platillos. Nomás porque soy muy decente, no me paré sobre una mesa blandiendo tenedor y cuchillo en ambas manos, para exigir que nos regresaran a la modesta cocinera pueblerina que nos tenía tan acostumbrados a sus condumios de insuperable confección, pero me retiré de ahí insatisfecha y pensando que, como dice Juan Gabriel, ¿pero qué necesidad había?, ¿quién diablos discurrió que tan pomposa medida podría gratificar a los habituales? Desde luego, y para mi traicionado gusto, no fui la única en hacer tan airado señalamiento.

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