GUADALAJARA, JALISCO (05/JUL/2013).-¿El que esto escribe se habrá convertido en relator de desgracias, en heraldo de atropellos, en escribidor de adversidades, en cronista de terrores? O quizá, otorgándole el beneficio de la duda, ¿el autor de esta semanal colaboración es partidario de que las denuncias puedan conducir a un estado de rectitud moral y que por lo tanto en ocasiones hay que alzarse de puntitas para identificar tragedias? Cualquiera que sea la respuesta, esta vez, por enésima vez, el papá de Martita –no se ha podido acostumbrar a decirle Marta–, una joven mujer con discapacidad intelectual, nos abre la puerta para que conozcamos, así sea un poco, lo que sucede al interior de los penales y reclusorios de nuestro país con respecto a los hijos de las mujeres madres recluidas en ellos. Lo hace poniendo la mirada fundamentalmente en las condiciones de salud mental en las que se desarrollan los pequeños nacidos de madres en reclusión y en consecuencia en su futuro, dando por conocido y no por eso considerándolo menos lamentable las precarias condiciones de alimentación, salud y cuidado en las que viven estos seres humanos, condiciones que los hacen carecer de la asistencia más elemental. El autor sostiene que el caso que ahora analiza es uno más de aquellos donde el destino toma venganza del inocente y que pasa a formar parte de esa densa retahíla de infortunios humanos que ocurren en un mundo absorbido por la indiferencia y el egoísmo, fenómeno que ha provocado que vivamos en una sociedad donde el triunfo de los valores materialistas, por encima de los valores morales, no está a discusión. Para el papá de Martita, la indiferencia hacia este asunto se convierte en un acto artero y éticamente incorrecto, ya que es altamente probable que el futuro de estas niñas y niños esté acompañado de amarguras y resentimientos; tampoco está de acuerdo con que se invoque la bandera de la excusa argumentando que son pocos los casos. Luego plantea una pregunta: ¿Los encargados de la atención hacia estos pequeños sabrán que el pasado no permite enmiendas y que el desarrollo mental de estos seres humanos estará influenciado por los odios y malas conductas que rodean esa selva interior de los penales y reclusorios y por el fango moral que sabemos anega la vida al interior de los centros –se supone– de rehabilitación? ¿Vivir acosados por el miedo, el odio, la vulnerabilidad física, la inseguridad emocional es vivir? Para el escribidor de esta colaboración un pequeño nacido al interior de un centro de reclusión portara, de origen, una corona de espinas que le dejara la marca indeleble de la discriminación que sufrirá toda su vida. Por otro lado, las condiciones normales de amor cuidado, aliento y apoyo que todo ser humano requiere para su crecimiento físico y mental estarán ausentes dejándole expuesto al vejamen social y a que toda deseada y normal aspiración se vea influenciada por ese abrumador sentimiento que es la incertidumbre. Imaginemos, pide el autor, cómo las niñas y los niños nacidos al interior de estos centros encontrarán congruencia entre las válidas y normales aspiraciones que cada uno de ellos tendrá y la agresiva y cotidiana realidad. Estarán concientes de que la estabilidad emocional se adquiere a través del establecimiento y ejercicio de valores morales. Por último, el papá de Martita sugiere que mientras no se aprecie el advenimiento de un Salvador para esta causa, se vaya practicando una cultura de sensibilidad hacia los más débiles y vulnerables, y así rompamos con esa minoría de edad en la que vivimos en cuanto al aspecto filantrópico. Amén de los amenes.