Todo empezó con la famosa cuadrícula mandada por las ordenanzas de Felipe II. Y, sin embargo, también empezó con el emplazamiento de diversos conventos que remataban, bordeaban o formaban ínsulas en el tejido de la ciudad: San Francisco, El Carmen, Santa María de Gracia, Santo Domingo, Santa Mónica, San Diego… Así, había dos matrices urbanísticas de las que se desprendió la morfología de la ciudad. Por un lado, la del damero que se reproducía casi automáticamente hacia la periferia de la mancha urbana y, por el otro, la de ciertos elementos que formaban núcleos de actividad religiosa, de asistencia y de enseñanza. El Hospicio Cabañas y el Hospital de Belén son dos ejemplos destacados de enclaves arquitectónicos que se situaban como grandes elementos que constituían disrupciones en la trama “normal” de la urbe y a los que forzosamente había que rodear, por su misma escala. Son también los únicos que han sobrevivido razonablemente intactos. La mentalidad racionalista y más o menos primitiva de los mandamases urbanos que determinaron los destinos de la urdimbre física de Guadalajara después de la Guerra de los Tres Años comenzó a generar grandes destrozos en la fábrica citadina y en el patrimonio urbano y arquitectónico. Se demolió íntegro el convento de Santo Domingo, se mutilaron los del Carmen y de Santa María de Gracia, se cercenó la iglesia de la Compañía (Santo Tomás), San Francisco… Todo, para ir derecho, y para implantar en la ciudad un control físico e “intelectual” de la razón rectilínea y unidimensional que dictaba una ideología simplista y, por supuesto, autoritaria. Contra la rica complejidad histórica y sus seculares razones, las luces de la linealidad omnímoda. Esta manera de proceder respecto a la ciudad de Guadalajara hizo fortuna. El atrio de Catedral fue removido desde principios del siglo pasado para alinear las calles de San Francisco (16 de Septiembre) y Alcalde. Con esto se perdió una particularidad urbana que le daba sentido e interés a la propia Catedral y a la plaza que allí existió desde siempre. La Penitenciaría de Escobedo, cuyo cuerpo frontero hubiera servido para muchas cosas útiles, fue demolida sin contemplaciones para dar paso a la Avenida Juárez. Más al poniente, la Escuela de Artes y Oficios, situada al remate poniente de la Avenida Hidalgo, sufrió igual suerte. Ya no digamos la repetición fulminante del sistema lineal y “modernizador” que sufrieron las calles de Alcalde-16 de Septiembre y Juárez y varias otras cuyas ampliaciones significaron no solamente la pérdida de patrimonios, sino del carácter original de extensos contextos. La apertura de Federalismo siguió similares principios. Faltó perspectiva cultural e histórica, faltó quien oyera las voces razonables que se opusieron a la destrucción. Faltó un pensamiento más complejo e inteligente capaz de concebir la ciudad como un conjunto de valiosas particularidades que daban razón de su esencia y de su riqueza espacial y patrimonial. Faltó la astucia y la habilidad para inventar soluciones urbanas (y viales) que incluyeran e integraran las “anomalías” de su tejido. (El ejemplo de París es paradigmático.) Aún hoy existen voces que demandan la destrucción de las glorietas para poder “ir derecho”. Fue, durante siglos, un síndrome tapatío, empobrecedor y simplista. Y que costó carísimo. Siempre fue (y es) indispensable entender la ciudad con la profundidad y la imaginación adecuadas.