Atmosféricas. Manda decir el jardín que la vida es buena.* Canción sureñaIr llegando allí es algo que sucede desde siempre, desde el cuadragésimo día sobre el planeta, ayer, o en años por venir. Una inmersión en el sur, hondo, siempre misterioso. Remota era la jornada, y así lo sigue siendo por más que los nuevos modos traten de abreviar el viaje. Mucho después de las últimas casas tapatías, adelante de San José del Tajo: la curva del gallito, decía la voz paterna. Más tarde, con las primeras preguntas infantiles de “¿Cuánto falta?”, aparecían los tejados entonces inviolados –como su nombre- de Santa Ana Acatlán, y los ya famosos tacos sudados. Pero también había la ida en tren, y ahora las rutas carreteras y las ferroviarias se cruzan en la memoria. Y por la ventanilla del vagón la nana de delantal tan blanco alargaba el brazo para recoger, de la misma canasta, los ansiados tacos. Luego venía, por la carretera, la sucesión de pueblos que bordeaban a esas portentosas extensiones que se acogen al nombre de las playas de Sayula. Y por las vías, el largo gusano de fierro reptaba entre los pitayeros. Alguien canturreaba aquellos versos: el carretero se va/ ya se va para Sayula…Pero antes, a los niños de entonces les daban mucha risa los enormes bigotes de cemento de la cabezota de un Zapata que estaba a la entrada de Zacoalco. Y la estación del tren, que aún subsiste, era bonita y limpia. Años después quedaría claro que la cordillera que bordeaba la ruta, con Amacueca la de los nogales a su vera, tenía a Tapalpa en lo alto, y más allá a San Gabriel y la hacienda de la Media Luna, y el Llano Grande… Quedaba luego el destacamento militar de Sayula a un lado y aparecía, como un pájaro discreto y esplendoroso, la capilla que corona al cerrito de Usmajac. Aquí atrás, decía la voz, está la emparentada hacienda de Amatitlán con su aparatoso ingenio azucarero espectacularmente fracasado. Los niños miraban a lo lejos un esbelto chacuaco. Y en otros trayectos quedó después la imagen de un gran estanque al que custodiaba una casa umbría.Pero es preciso regresar a las playas de Sayula antes de emprender la cuesta tan nombrada. Mucho después los ingenieros pensaron que había que hacer una práctica carretera que las cruzara en canal y así sacara provecho en tiempo y distancias. Más allá de la dolorosa hendidura en un ámbito milenario, la experiencia que así ganó quien por allí pasa es, lejos de la hipérbole, cósmica. A un lado la sierra del Tigre, al otro, la de Tapalpa; y a veces se ven, muy al fondo, los volcanes. En las playas, una inagotable cosecha de espejismos se levanta sobre una arena de refinadísimos colores, de texturas imposibles. El aire se detiene a veces y desaparece de tan diáfano: otras ocasiones se convierte en la tolvanera que desde siempre está por alevantarnos. Los charcos y sus infinitos pájaros, los reflejos que hacen sus propias y delirantes narraciones de cosas jamás vistas. (Como ir a la barranca de Oblatos, ir a las playas de Sayula debería ser un ejercicio, espiritual y estético, obligado para todos los habitantes de la región: los haría mejores.) Pero se llegaba pues, ora en tren, a la cuesta de Sayula y a los relatos –oídos por los niños con temor reverencial- de cómo los pasajeros piadosamente rezaban a coro por que las máquinas no perdieran fuerza, se detuvieran, y el convoy iniciara el fatal movimiento hacia atrás con el comprobado y sangriento desastre al descarrilarse. O más jaculatorias para que los bandidos, aprovechando la pesada lentitud del tren, no lo fueran a abordar con fatídicas y también probadas consecuencias. Pero por fin, resoplando, las máquinas llegaban al inmenso valle de Zapotlán. Y cuando se distinguía la mancha rojiza del pueblo de San Sebastián era entonces esperar a que la voz paterna señalara la torre de la capilla que, precisa, marca el lugar de los fervores y las historias y los desastres de la hacienda de la Cofradía del Rosario, con su fierro de herrar que aún cuelga sobre ciertos muros.Zapotlán, Zapotlán el Grande. Jamás nombrar a ese noble pueblo, los niños eran paternalmente advertidos, con el advenedizo apelativo –aunque lleve mucho la grosera imposición- que tan mal le conviene. Desde la estación era ver la torre de la parroquia y la del Santuario, los volcanes ya cercanos. O desde la carretera internarse en el pueblo con sus calles de empedrados impecables, sus grandes portones para el paso de las carretas cargadas de maíz, su extensa plaza: allí en la esquina, está el Palacio de los Olotes –nombre inolvidable. Parada obligada en la dulcería de las Arreolitas, a saludar al Santísimo, al mercado innumerable. Otra calle larga pasaba luego por la Casa de Campo y, convertida en camino, continuaba hasta Zapoltictic y sus cerros heridos por la avidez caliginosa. Ya las preguntas infantiles sobre la duración de la travesía se volvían más insistentes y la voz materna, para aliviar la espera, cantaba. Aparecía entonces un mar de cañas y la hacienda de Huescalapa: su dilatado patio era la plaza del pueblo y un arco, trilobulado y portentoso, obsesión de Rafael Urzúa, mostraba toda su larga sabiduría. Cuando en tren, era el momento del descenso: ya estaban allí los mozos encargados de completar el trayecto. Pero más adelante, inmersos en las mareas de las cañas mecidas al aire, por fin se divisaba la mancha blancuzca sobre el cerro que habíamos de aprender que se llama del Comal. Allí era, allí sigue siendo, uno de los lugares, magnéticos, indelebles, que estaban para esos niños.Ya antes de cruzar un puente viejo de siglos la casa relumbraba al sol: ventanas verdes, cortinas blancas –ojos de papel volando. Desde siempre queda el trasunto como de vetustas casas sicilianas, como de músicas lejanas de caracoleos de caballos y de campanas, del olor amable y antiguo de la melaza oscurísima, del nixtamal y de la lluvia que se acercaba –siempre del lado de El Comal. Nunca un zaguán fue más esperado ni más hospitalario, ni un patio anchuroso fue medido por carreras tan alborotadas. Manuel González, caporal, saludaba con un señorío discreto, magnífico en toda su ancestral llaneza. La espadaña de la capilla seguía repitiendo la misma alegre jaculatoria y, ya en la casa, otro zaguán y otro patio configuraron perdurablemente la cara de la felicidad. Canastas, viejos velices de cuero, bultos variados se descargaban junto con el azoro infantil, junto con el reconocimiento de lo que desde siempre venía al encuentro. Cándida, al mando de la cocina desmesurada y a la vez justa, dirigía las operaciones cuyo culmen era la legendaria cuachala sureña.Reconocimiento general: el piano seguía igual de desafinado y temible (siempre lo tocaban los aparecidos); los espejos reflejaban otras cosas y las mismas; una suave decadencia continuaba su implacable recorrido a lo largo del mirador, de los cuartos en ringla, del mascarón de la pila, de los envigados que un día habrían de ceder –y que serían victoriosamente reconstruidos. Por el acueducto llegaban las noticias intemporales del río en crecida y, más allá, el extenso corral guardaba en un rincón las cuadras; y parece que aquellos caballos duran para siempre, mientras beben en la gran pila redonda en el centro de su corral. Las ruinas del ingenio encerraban secretos y prodigios que nunca ha sido posible agotar, y bajo unas bóvedas interminables una vez se descubrió una escalera luminosa y muy alta que no llevaba a ningún lado y que nunca se ha vuelto a encontrar, y que se apareció años después en una casa de Tacubaya. Por otros lados, los niños navegaban por un camposanto de tractores desmantelados, de jeeps derruidos, de grandes piezas industriales en las que la herrumbre nunca dormía. Y dos o tres zalates enormes apacentaban esa arqueología sentimental y párvula de un campo mexicano que avanzaba rumbo a los nuevos y pardos tiempos.Pero había, todavía sin salir de la casa, un lugar preciso desde donde tanto milagro era recogido y ceñido en la cola de caballo de una niña. Nada más que el borde redondeado y ancho de la muralla de piedra, la invitación a sentarse allí, a dejarse envolver por el gentil vértigo de los cañaverales que se sucedían hasta donde la vista alcanzaba, a dejarse ir por los giros del cielo benigno, a vislumbrar apenas una glorieta por donde las carretas de caña llegaban al ingenio y saber que, bajo el árbol que reinaba en su centro, estaba el centro del mundo. Y luego, a través de los años, ir componiendo, completando y cantando una canción sureña: la que devuelve y trae aún las gotas de una felicidad que supo llenar todos los aljibes de la infancia. Y que no cesa. Y que nombra a Santa Cruz del Cortijo.jpalomar@informador.com.mx