Lunes, 02 de Diciembre 2024
Entretenimiento | Analicemos algunas de las pinturas más emblemáticas de Saturnino Herrán

VISIONES DE ATEMAJAC Por: ENRIQUE NAVARRO

Saturnino Herrán (II)

Por: EL INFORMADOR

Saturnino Herrán (II)
Analicemos algunas de las pinturas más emblemáticas de Saturnino Herrán. Comencemos con La leyenda de los volcanes (tanto el tríptico -fechado en 1910 y resguardado por la Pinacoteca del Ateneo Fuente de Saltillo-, como el lienzo individual y los dibujos preparatorios). Estamos frente a una celebración triple. En primera instancia, se regodea con la prístina desnudez humana y su insoslayable condición erótica; aquí la representación de la figura femenina alcanza niveles de verismo, laxitud y eléctrica carnalidad pocas veces desarrollados en el arte mexicano. Todas las escenas destilan sensual entrega, integración con el entorno natural y alusión clara al paraíso terrenal (no necesariamente perdido). En segunda instancia, Herrán celebra -precisamente- aquellas atmósferas, verdes horizontes y frondosos follajes que los (despreocupados) personajes habitan en la nueva patria mexicana. Es un reconocimiento geográfico, sí, pero se trata de evidenciar nuestros escenarios y sitios referenciales más propicios y entrañables.

Por eso aparecen los volcanes que rodean al Valle de México; por eso discurre en la claridad transparente de tales parajes. Por último, Herrán, fluye gozoso entre las inéditas posibilidades que las vanguardias de su momento le ofrecen, me refiero a los grandes planos y estilizados diseños del modernismo; también me refiero a los colores puros y vibrantes abiertos por el impresionismo y el fauvismo. Sorolla, de manera inevitable, se asoma en éstas (como en muchas otras) escenas herranianas: se trata de un benéfico influjo.

El beso del panel izquierdo del tríptico no es cualquier beso. Es un beso preñado de mutua e intensa reciprocidad. Entrega. Pasión pura. Las figuras femeninas del tríptico y el lienzo individual no son cualquier figura. Son las mujeres largamente soñadas, acariciadas y eventualmente poseídas por el exacerbado pintor. Tendríamos que ver la íntima satisfacción que Herrán mostró en la foto de su boda. Tendríamos que leer las amorosísimas cartas que su esposa, Rosario Arellano, le dispensó. Asimismo, remitámonos al inocultable orgullo de Herrán cargando a su pequeño hijo en fotografía fechada hacia 1918. Todos estos testimonios no hacen sino confirmar lo evidente: Herrán, con sus pinturas, celebraba su afortunada y armoniosa inclusión en los diversos procesos y estadios de la condición humana.
Pudo probar, no obstante su muerte prematura, el néctar que los dioses le dan a beber a un hijo reconciliado.

navatorr@hotmail.com

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