Domingo, 17 de Noviembre 2024
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México

Así fue la masacre de Tlatelolco, hace 55 años

El 2 de octubre de 1968, el ejército mexicano asesinó a decenas y decenas de personas en la Plaza de las tres Culturas, en Tlatelolco, en una de las grandes tragedias de México 

FaustoSalcedo

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal el estado del tiempo.
Y en la televisión, en el radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete)

Rosario Castellanos

En la tarde escampó, después de un día de lluvias aciagas que parecían eternas. Era un octubre lluvioso en la Ciudad de México, y los nubarrones indecisos en el cielo presagiaban aguaceros fatídicos en el corazón de los capitalinos. Pero eso no impidió que los estudiantes se congregaran en la plaza, como mariposas arrastradas por el mismo viento de presagios en el que se percibía la inminencia de la tormenta. Algunos vestían de blanco, ondeaban pancartas de paz y disidencia; congregados en torno a las piedras húmedas de las ruinas prehispánicas, coronaban sus cabelleras desordenadas con diademas de flores. Habían llegado en contingentes desde Lázaro Cárdenas, desde Reforma y Manuel González, desde Flores Magón. La Torre Latinoamericana apenas era visible en el horizonte desdibujado por las nubes gordas de la tempestad que vendría en unas horas, y que ensombrecería la Plaza de las Tres Culturas a lo largo de aquella noche, y para siempre.

Tlatelolco antes de la masacre. ESPECIAL/UNAM

Pero en la Plaza, además de los estudiantes, había también obreros, trabajadores y grupos sindicalistas confiados en la esperanza de un futuro más próspero, séquitos de intelectuales, profesores y académicos que entablaban diálogos acalorados e infructíferos sobre las filosofías del movimiento estudiantil, transeúntes curiosos que no comprendían por qué estaban ahí y qué estaba pasando pero que se quedaron de todos modos, madres de familia con sus bolsas de mandado, vecinos del Edificio Chihuahua que desde sus ventanas atestiguaban las miles de cabezas minúsculas como un mar de vida desbordándose por la Plaza, y niños de todos los días que jugaban desorientados entre el estropicio de los manifestantes que bajo la tarde nublada declamaban los pliegos petitorios a través de sus megáfonos.

Pero en Tlatelolco también estaba presente el Ejército. Un contingente de centinelas inmóviles apostados como gárgolas alrededor de las Tres Culturas, cientos de soldados con la mirada inflexible de los zopilotes, y que aferraban los rifles contra sus pechos del mismo modo que harían con un infante en el regazo. Dos días atrás, el 30 de septiembre, los militares habían abandonado las instalaciones de la Ciudad Universitaria de la UNAM, la cual ocuparon a lo largo de doce días de descrédito generalizado, bajo la sospecha de que en la máxima casa de estudios de México se estaba gestando la revolución socialista que instauraría a punta de pistola el régimen del comunismo.

ESPECIAL/UNAM

Los soldados habían llegado a la UNAM el crepúsculo del 18 de septiembre buscando armas, documentos secretos, bosquejos de rebeliones minuciosas, y no encontraron más que una asamblea pacífica que recitaba versos de León Felipe, y universitarios atolondrados en la metafísica de la marihuana. No obstante, arrestaron a todos los que consideraban sospechosos, los encarcelaron en Lecumberri, y no se retiraron sino hasta que el Secretario de Gobernación, Luis Echeverría, dio la orden de desalojar doce días más tarde. La invasión intempestiva de la Ciudad Universitaria ocasionó que el Consejo Nacional de Huelga (CNH), como protesta, convocara a otra manifestación pacífica el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, y a su llamado acudieron los estudiantes, los obreros, los intelectuales, los curiosos, los transeúntes, las amas de casa y los niños que se congregaron bajo la explanada húmeda de la lluvia intermitente, y que con su sangre habrían de manchar para siempre a Tlatelolco.

¿Cuál fue el motivo del movimiento estudiantil de 1968?  

1968 había sido un año tumultuoso, marcado por el descontento y la petición generalizada de un cambio estructural, cultural y económico. Era una necesidad internacional, un llamado de los pueblos: una revolución social, un cambio de pensamiento, un nuevo modo de vivir. Era un verano de desencantos, de guerras sin sentido y promesas fallidas, pero también de esperanzas infinitas que precipitaron a la juventud de todo el mundo en el abismo de las flores pisoteadas de lo que pudo ser. Las protestas contra la discriminación racial y el desprecio a la guerra de Vietnam en Estados Unidos, la experiencia del Mayo Francés y la Primavera de Praga en Europa, el auge del feminismo, la lucha LGBT y la liberación sexual implicaron una sacudida sísmica en el pensamiento de los adolescentes, que los obligó a replantearse desde la raíz todo aquello en lo habían creído desde siempre.

La juventud mexicana en 1968. ESPECIAL/UNAM

Fueron los jóvenes, los estudiantes, las mujeres, los obreros, las minorías racializadas, los gremios homosexuales quienes abanderaron los ideales de la disidencia, y que encontraron un sustento ideológico en las teorías de Marx, de Engels, y toda una escuela de pensadores cuyas ideas desencadenaron experiencias históricas tales como la Revolución Rusa y la Revolución Cubana. Miles de jóvenes tenían como ídolo religioso al Che Guevara, a Lenin, a Trotsky, y creían con el corazón en la mano que la experiencia socialista y los ideales del comunismo eran la solución para los problemas, las injusticias y las desigualdades sociales de América Latina.  

         México no se salvó de aquel verano de amores y desavenencias que sacudió el destino del mundo con sus legiones de adolescentes revoltosos, con su música de amor y paz, cabellos largos e higiene ocasional, con sus sexualidades libertinas y orgiásticas, con la fascinación por los psicodélicos y la marihuana, con su felicidad y esperanza sin límites, y con la represión subsecuente de las masacres multitudinarias y el amor acribillado a tiros de metralla. Si bien nuestro país tenía circunstancias específicas que lo diferenciaban del resto del continente, que a lo largo del siglo XX atravesó infinitas dictaduras militares y golpes de estado en sus naciones incipientes, en México la democracia jugaba un papel ornamental sin otra presencia más que la del discurso. Pero la represión era la misma, con un gobierno autoritario que le daba la espalda a su población civil en nombre de una oligarquía que respondía a intereses extranjeros, y con una fuerza pública que acallaba a tiros la menor insurrección.

ESPECIAL/UNAM

¿Quién era el presidente de México en 1968?

Por casi cuatro décadas, desde que México se partió a la mitad con el desorden de la Revolución, un mismo partido había ostentado el poder del país entero, que se transmitía el poder con una lógica hereditaria: el PRI. En el sexenio que abarcaba el periodo de 1964 a 1970, quien llevaba la batuta del país era un hombre cuya presencia y figura pública contrastaban con su carácter autoritario y la severidad de sus determinaciones, y que había de pasar para siempre a la historia de México en los anales de la infamia. Era un hombre enjuto, óseo, con la mirada japonesa, y una sonrisa caracterizada por los enormes incisivos de equino. Tenía 57 años aquel verano de 1968, y vivía en el fuego cruzado de sus contradicciones: al mismo tiempo que regía al país con puño de hierro y criticaba la amoralidad de la juventud, escondía a muerte sus amores clandestinos con la entonces diva del cine mexicano, Irma Serrano.

Díaz Ordaz. EL INFORMADOR/ARCHIVO

Se llamaba Gustavo Díaz Ordaz Bolaños, y como un hombre de su tiempo, vivía con el miedo perpetuo del fantasma del comunismo sobre América Latina. En concreto, temía por la imagen pública de su sexenio, terror que veía retratado sin remedio en la amenaza de los movimientos estudiantiles que simpatizaban con las causas socialistas. Muchos de aquellos jóvenes, a pesar de sus propósitos sinceros, carecían de preparación política más allá de los reclamos sencillos de sus marchas multitudinarias, y no sabían por qué luchaban. Eran eso: jóvenes. Pero algunos de ellos, de tendencias más radicales, buscaban instaurar un gobierno comunista en México aún fuera con sus vidas, y ya no por medio de discursos, sino con el recurso de las armas.

Aquel año en particular nuestro país estaba ante los reflectores mundiales a causa de los Juegos Olímpicos, que se celebrarían, por supuesto, en México. Por un lado, la ceremonia representaba para Díaz Ordaz la oportunidad de demostrar que México era un país moderno, avanzado, En el otro frente, no había mejor ocasión que demostrar ante el mundo entero que el México verdadero era lo más distinto a lo que el presidente quería mostrar, y que el país estaba atravesado por sus injusticias, desigualdades sociales, la democracia de ornamento, y el autoritarismo del gobierno.

ESPECIAL/UNAM

Había razones válidas para la paranoia de Díaz Ordaz. No sólo era presidente de México, sino que también respondía a una lógica mayor, al formar parte de una de las operaciones más secretas y selectivas de la Central de Inteligencia de los Estados Unidos, la CIA, bajo el nombre en clave de LITEMPO-2. Era parte del programa de espionaje y conjuras internacionales de Estados Unidos contra la Unión Soviética, y estaban convencidos de que el movimiento estudiantil mexicano era respaldado desde los inviernos sin fin de Moscú.

Mes tras mes, Díaz Ordaz y otros altos funcionarios del gobierno mexicano recibían dinero por parte de los norteamericanos. No era consecuencia de la casualidad, sino el resultado de un plan minucioso, ejecutado con una maestría silenciosa a lo largo de los años, y llevado a cabo por un hombre común y corriente, que tenía la habilidad de ganarse el corazón de los desconocidos desde el primer apretón de manos, que parecía ser el más amistoso en el mundo, y que no obstante, fue determinante en la masacre del 2 de octubre y en todas las decisiones que el gobierno mexicano tomó a lo largo de aquellos años. Se llamaba Winston Scott.

Winston Scott, agente de la CIA en México.

Había llegado al país doce años antes, durante el sexenio de López Mateos, y de acuerdo con el periodista Jefferson Morley, para los Estados Unidos Scott era el segundo hombre más importante en México después del mismo Díaz Ordaz. Scott se relacionó con figuras decisivas de las más altas esferas del poder mexicano, se volvió su amigo íntimo, y se convirtió, sin estorbarle a nadie, en el vigilante personal de la CIA en la Ciudad de México. Su maestría para relacionarse llegó a tal grado que el mismo presidente López Mateos fungió como padrino en el tercer matrimonio de Scott, ceremonia en la que también estuvo invitado Díaz Ordaz, años antes de que fuera presidente. Más tarde, Scott estrechó relaciones con otro personaje decisivo, y que con el tiempo ocuparía su respectivo cargo presidencial: Luis Echeverría.  

De ese modo se estableció un acuerdo que beneficiaba a ambas partes: Díaz Ordaz, convencido que el movimiento estudiantil era una conjura comunista que pretendía derrocar su gobierno, recibía todo el apoyo, inteligencia, tácticas de espionaje e insidias de la CIA, y Estados Unidos aseguraba su hegemonía intercontinental con un presidente al que tenían a su servicio. Desde que inició el verano de 1968 y los movimientos sociales afloraron en el país, las relaciones entre Díaz Ordaz y los estudiantes eran insostenibles, y cualquier intento de diálogo, infructífero.

ESPECIAL/UNAM

El primer acto de guerra ocurrió la madrugada del 30 de julio de 1968, cuando el ejército arribó a la Preparatoria 1 de San Idelfonso, la cual estaba ocupada por los estudiantes. Al mando del general José Hernández Toledo, de un bazucazo los militares destruyeron la puerta colonial barroca de la fachada principal, labrada en el siglo XVIII y que había sobrevivido a las guerras de lndependencia, Reforma y Revolución, y donde, cien años antes, el presidente Benito Juárez había inaugurado la Escuela Nacional Preparatoria. Fue un uso innecesario de la fuerza. El conflicto se desató, dejando decenas de muertos y heridos. Fue la primera señal de alarma de lo que el gobierno era capaz de hacer, y que, en vez de amedrentar a los estudiantes, radicalizó sus posturas y los mandó a protestas innumerables en las calles de la Ciudad de México.

ESPECIAL/UNAM

A partir de entonces se desataron las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y los mecanismos de espionaje, las torturas y fusilamientos clandestinos. No ayudaban tampoco los medios de comunicación masivos, controlados por el gobierno, y que desacreditaban cualquier acción del movimiento, dando a la población mexicana una idea tergiversada del mismo, al grado en que gran parte de la población civil se puso en contra de los estudiantes. Los periódicos, la radio y la televisión reproducían una y otra vez los mismos mensajes de Díaz Ordaz: que los estudiantes eran unos delincuentes, drogadictos, comunistas desestabilizadores, socialistas traidores a la patria, homosexuales contra natura o parias provenientes de familias disfuncionales. No obstante, recibieron la simpatía de otros grupos de disidencia: obreros, sindicalistas, profesores, intelectuales y amas de casa que luchaban por sus hijos.

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 El movimiento fue creciendo, desbordándose en su contingente incontenible, incapaz de controlarse a sí mismo. Las buenas intenciones originales, los propósitos sinceros de los estudiantes, pronto fueron aprovechados por otros grupos que nada tenían que ver con el movimiento. No había acción, propuesta o plan de los estudiantes que no lo supiera ya la CIA, que a lo largo de aquellos meses había recabado información de los líderes estudiantiles, había grabado conversaciones telefónicas, y había asistido a las asambleas por medio de espías calificados que se hacían pasar por universitarios comunes y corrientes. Por otro lado, había la presencia de grupos desestabilizadores que respondían a sus propios intereses de violencia y caos, y de los cuales el propio rector de la UNAM, Javier Barrios, ya había advertido.

ESPECIAL/UNAM

El movimiento tampoco se escapó de la mirada de los intelectuales mexicanos. Escritores tales como José Revueltas, Luis González de Alba y Carlos Monsiváis fueron algunos de sus más aguerridos militantes, mientras que Octavio Paz, a quien su posición lo ponía en un lugar difícil, tras la masacre se limitó a renunciar a su embajada en India, pero nunca dejó su papel como escritor insigne del PRI. Rosario Castellanos y José Emilio Pacheco dedicaron versos la tragedia, mientras que Elena Poniatowska recabó testimonios de lo acontecido. Por el otro lado, escritores como Agustín Yáñez, Elena Garro, Martín Luis Guzmán y el poeta Salvador Novo criticaron abiertamente el movimiento, y por medio de sus letras demostraron su apoyo incondicional a Díaz Ordaz.  

México estaba dividido. En medio de aquel maremoto de contradicciones e intereses contrapuestos, el 2 de agosto de 1968 se conformó el Consejo Nacional de Huelga, (CNH) conformado por la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional, la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, la Escuela Normal Superior, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de México, y universidades particulares y públicas del interior de la República. Como dato histórico de relevancia, la Universidad de Guadalajara no participó en el movimiento estudiantil de 1968, sino que lo criticó y desprestigió, al aliarse con el gobierno y en concreto con Luis Echeverría, que estaba casado con la hija de José Guadalupe Zuno, uno de los fundadores originales de la universidad en Jalisco. La Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), el grupo que entonces controlaba la casa de estudios, reprimió a los jóvenes tapatíos que pretendían enlistarse en el movimiento de la Ciudad de México. Así la FEG se ganó la protección y el respaldo absoluto del gobierno, al grado en que para la década de los 70 y 80 era una milicia temible y arbitraria que actuaba fuera de la ley, pero a las órdenes del PRI, y que sumió a Jalisco en el desorden de la Guerra Sucia.    

ESPECIAL/UNAM

El CNH convocó marchas masivas en la Ciudad de México, a las que asistieron miles de estudiantes, bajo los gritos de “¡Libros sí, bayonetas no!”, “¡Libros sí, granaderos no!”, “Al hombre no se le doma, se le educa”, “Éstos son los agitadores: ignorancia, hambre y miseria” y “¡México, libertad! ¡México, libertad!”. No todas fueron manifestaciones pacíficas: tras las marchas quedó el saldo de autobuses en llamas, daños en el Centro Histórico, y decenas de detenidos y heridos. Una de las protestas más importantes fue la del 13 de agosto, en la que casi 400 mil personas llegaron al Zócalo, y fue cuando las autoridades comprendieron que esto ya no era un simple movimiento estudiantil, sino que ya tenía las características de una lucha popular con alcances más grandes.

¿Qué solicitaban los jóvenes en las protestas estudiantiles?

EL INFORMADOR/ARCHIVO

Aquello demostró que no era cierto que en el país había estabilidad política. Los reclamos de los estudiantes y del CNH se condensaron en un pliego petitorio que exigía seis puntos específicos: la libertad a los presos políticos, la derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal, la indemnización a los familiares de los muertos y heridos desde el inicio del conflicto, la desaparición del Cuerpo de Granaderos, el deslinde de responsabilidades por parte de los funcionarios públicos y autoridades por los actos de represión de la policía, y por último, la destitución de los generales Raúl Mendiolea Cerecero y Luis Cueto Ramírez ―jefe y subjefe de la policía del Distrito Federal―, y el teniente coronel Armando Frías, comandante del Cuerpo de Granaderos. Ante todo, solicitaban que el diálogo con el presidente fuera público, lejos de los ámbitos de lo privado.

Ante el descrédito ocasionado por los medios de comunicación, que no detenían sus ataques contra los estudiantes, el CNH pide a los comités de lucha que no realicen actividades hostiles en contra del gobierno, y aclararan cinco puntos determinantes: que el día del Informe Presidencial no habría manifestaciones en el Zócalo, que el CNH estaba dispuesto a iniciar el diálogo con las autoridades, con la condición de que fuera público y cesara la represión policiaca y del Ejército; que estuvieran integradas las comisiones estudiantiles que negociarían con las autoridades, se intensificara la acción política estudiantil en los sectores populares y se evitara el enfrentamiento con las fuerzas represivas, y, ante todo, que el movimiento no deseaba entorpecer de ningún modo las Olimpiadas, lo cual había sido el discurso consistente por parte de las autoridades y de los medios de comunicación.

Manifestación en el Zócalo de CDMX. EL INFORMADOR/ARCHIVO

Díaz Ordaz no se dejó amedrentar. Durante su informe del 1ro de septiembre, siguió refiriéndose a los estudiantes como instigadores que buscaban desestabilizar el país, y que era responsabilidad de todos evitar el desprestigio de México en el exterior. Más aún: fue claro en cuanto a sus intenciones, y definió públicamente la postura fatídica y desalmada que habría de tomar el gobierno. Su discurso fue determinante y profético, pero entonces nadie comprendió sus alcances. “No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario”, dijo. “Lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”.

Con la cercanía de los Juegos Olímpicos, cuya ceremonia de inauguración se celebraría el 12 de octubre de 1968, las presiones aumentaban. Ya para entonces había periodistas internacionales en México, y la delicada situación política amenazaba con que, en caso de que las cosas se complicaran, existía la amenaza de trasladar la ceremonia olímpica a otro país por motivos de seguridad.

El Gobierno endureció su postura, e incrementó la presencia de los militares en las calles de la Ciudad de México. El CNH reiteró a Díaz Ordaz su invitación al diálogo, pero no hubo respuesta por parte del presidente. Para demostrar que las intenciones del movimiento estudiantil estaban lejos de un golpe de estado, como no se cansaban de afirmar los medios de comunicación, el 13 de septiembre se convocó a la marcha del silencio: cerca de 250 mil de personas desfilaron en un caudal pacífico a través de las avenidas de la capital.

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El contingente estaba amurallado por cientos de personas tomadas de la mano, protegiendo a los estudiantes. En el volante del CNH se leía: “Pueblo mexicano: puedes ver que no somos unos vándalos ni unos rebeldes sin causa, como se nos ha tachado con extraordinaria frecuencia. Puedes darte cuenta de nuestro silencio, un silencio impresionante, un silencio conmovedor, un silencio que expresa nuestro sentimiento y a la vez nuestra indignación”. No obstante, la tregua parecía imposible. Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional, ante la pregunta de un periodista, respondió que ante la amenaza estudiantil: “el Ejército está preparado para todo”.

Lo estaba: cinco días después, los militares ocuparon la Ciudad Universitaria, arrestando a decenas de personas en un acto arbitrario. Las cartas se habían puesto ya sobre la mesa. El ejército se retiró doce días después bajo orden de Luis Echeverría, y como protesta ante esta ocupación, el CNH convocó a una manifestación pacífica en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Quedaban tan sólo doce días de distancia para la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, y el gobierno se sintió acorralado contra la pared ante la extensión de este movimiento que nadie comprendía en qué momento había crecido tanto. Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría tomaron sus decisiones. No se tocaron el corazón.

Tlatelolco, antes de la masacre. ESPECIAL/UNAM

El 2 de octubre llegó en medio de una tarde de lluvias, presagios, y ventarrones gélidos. Cientos de manifestantes se congregaron en la plaza, entre las pirámides prehispánicas, en torno al Edificio Chihuahua. Estaban los estudiantes, los profesores y catedráticos, los líderes del CNH, periodistas, amas de casa, vecinos de los complejos departamentales, niños de todos los días, estaba el ejército. Lo que ocurrió después fue obra de diversos factores, pero no de la casualidad. Entre todas las personas reunidas en Tlatelolco, había un grupo que se diferenciaba del resto de los mortales con la señal de la muerte anunciada de un guante blanco en la mano izquierda: el Batallón Olimpia. Eran agentes de élite, cuyo único propósito era sembrar el terror y la muerte entre los manifestantes.

ESPECIAL/UNAM

La asamblea había iniciado: los dirigentes del CNH, desde el tercer piso del edificio Chihuahua, se dirigieron a la multitud a través de sus megáfonos. Cerca de las 6:10 de la tarde, dos helicópteros aparecieron de pronto en el cielo cruzado de nubes de tormenta por encima de la Plaza de las Tres Culturas. Sobrevolaron el edificio Chihuahua, ensombrecieron el templo de Santiago Tlatelolco, desordenaron los ánimos de quienes se encontraban en las ruinas prehispánicas, y desde las alturas dispararon dos bengalas como dos estrellas fugaces que en sus estelas multicolor no traían más que los presagios de la muerte. Y entonces comenzaron los disparos. La versión oficial del día siguiente, y que la fue que el gobierno ostentó por décadas, fue que los tiros provinieron de los estudiantes, y que las fuerzas del orden, como era natural, respondieron a la provocación. La explicación de la sociedad, por otro lado, afirma que fueron los miembros del Batallón Olimpia quienes dispararon contra el ejército, en un acto premeditado que desencadenó la masacre.

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Lo cierto es que los primeros disparos se dibujaron en el aire como el vuelo en picada de un pájaro mortífero. No importaba contra quien estaban dirigidos, no importaba si había niños, si había mujeres y ancianos, si había estudiantes. Las ráfagas de metralla, intransigentes, cayeron sobre los manifestantes sin distinción de edad, de género, de oficio. En vano los dirigentes del CNH intentaron convencer a los manifestantes que aquello era una provocación, que no corriera el pánico, pero la realidad de los cadáveres con las nucas desbaratadas a tiro limpio de francotirador desmentía cualquier tentativa de paz. Los agentes del caos ya estaban desde antes en la azotea del templo de Santiago Tlatelolco, entre los pisos del Edificio Chihuahua, llegaron desde atrás, desde los costados, aprisionando a la multitud en un cerco de asfixia.

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Tlatelolco dejó de ser una plaza, y se convirtió en la boca de lobo de una trampa previa: la Operación Galeana, en la que los miembros del Batallón Olimpia tenían la orden del Estado Mayor Presidencial de arrestar a los líderes estudiantiles del CNH.  Pero no fueron los únicos: junto con ellos estaba el Ejército, la Policía Judicial y Federal, el Servicio Secreto. Tlatelolco se convirtió en un huracán de gritos y llanto, de gente que corría a todos y a ningún lado, de cuerpos derrumbados entre la explanada de la Plaza, de sangre derramada entre las piedras prehispánicas, en los muros, en la puerta de la iglesia que se mantuvo cerrada a pesar de las súplicas de auxilio. Sin tener a donde huir, aplastándose los unos contra las otros, los manifestantes sucumbieron al horror.

EL INFORMADOR/ARCHIVO

Las fuerzas del orden arrestaron a todo aquel que se cruzaba en su camino. Los miembros del Batallón Olimpia ingresaron a la fuerza a los departamentos del Edificio Chihuahua, donde había familias inocentes, para asegurarse que no hubiera estudiantes escondidos, y se creó todo un cerco a la redonda para evitar que nadie entrara ni saliera. A los arrestados, enfilados en una hilera de indignidad, los desnudaron después de vapulearlos y no fue más que el inicio de su tortura. Vendrían los años más difíciles de Lecumberri, del exilio, de las desapariciones, de la Guerra Sucia. Finalmente llegó la lluvia, que cayó sobre la plaza, pero que nunca limpió la sangre. Los cuerpos quedaron tendidos por todos lados. Cadáveres de estudiantes, de niños, de madres, de transeúntes. 

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“Hoy fue un día soleado”, se cuenta que informó Jacobo Zabludovsky en su noticiero. Los medios informaron poco sobre lo acontecido, y quienes lo hicieron, siguieron culpando a los estudiantes. El Universal escribió: "Tlatelolco, campo de batalla. Durante varias horas terroristas y soldados sostuvieron rudo combate". En El Sol de México, la primicia fue: "El objetivo: Frustrar Los XIX Juegos. Manos extrañas se empeñan en desprestigiar a México". El gobierno instauró el orden por medio del horror. Se acabó el verano de amor, la esperanza en el futuro, la esperanza por un México mejor que por un momento pareció verídica.

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Al día siguiente, Marcelino García Barragán no dio más que una breve explicación de lo acontecido. “El comandante responsable soy yo”, dijo. No se decretará el estado de sitio; México es un país donde la libertad impera y seguirá imperando”. 30 senadores que conformaban el Senado de la República justificaron sin dudas lo ocurrido en Tlatelolco, en un documento que redactaron. “Actos graves de agresión en contra de la policía y del Ejército mexicano mediante el empleo de armas modernas de alto poder, cuyo uso permite presumir fundamentalmente la participación de elementos nacionales y extranjeros que persiguen objetivos antimexicanos de extrema peligrosidad”.

ESPECIAL/UNAM

En una conferencia de prensa, Luis Cueto Ramírez, jefe de la Policía Preventiva del Distrito Federal, señaló que, en parte, los padres eran los culpables de la tragedia del día anterior “por no aconsejar debidamente a sus hijos ni conminarlos a abandonar la actitud que hasta ahora han seguido”. El Comité Olímpico Internacional, una vez menguadas las tensiones, declaró que “no hay ningún motivo para suspender la Olimpiada”, a las que Díaz Ordaz como “Olimpiadas de la Paz”.

2 de Octubre, no se olvida

ESPECIAL/UNAM

Nadie sabrá nunca en realidad cuántas personas murieron aquella tarde en Tlatelolco. Cuántos desaparecidos hubo después, bajo qué piedras de tierras clandestinas fueron enterrados aquellos estudiantes, dónde quedaron sus nombres. No queda más que el recuerdo, el recuerdo de una lucha que pudo ser, la oportunidad que se marchitó en el desencanto, y los gritos de miles de estudiantes desbordándose como un mar de vida por la Ciudad de México, cientos de universitarios que derramaron su sangre por una lucha que no comprendían, que iban tomados de las manos en sus marchas rumbo al Zócalo, que entonaban sus cánticos de amor con flores de colores en el cabello, y que en su ímpetu irreflexivo creían que con eso era suficiente para cambiar al mundo.

ESPECIAL/UNAM

Miles, cientos, millones de estudiantes en la canícula de su verano fugaz, en la eternidad de su sangre derramada, en la memoria de la injusticia inmarcesible, que desde la esperanza sin límites y la ceguera de su juventud deseaban un México mejor para ellos y para todos, para los que se fueron y los que vendrían, para los hijos que no tuvieron, para nosotros; un México más justo, más feliz, un México libre, un México de oportunidades, un México próspero y digno en el que por primera vez en la historia del país cupieran todos, de una vez, y para siempre.

Con información de UNAM, Gobierno de México, y CNDH. 

FS