Miércoles, 27 de Noviembre 2024

Una emotiva historia de fantasmas

Grupo Planeta comparte un fragmento del más reciente libro de George Saunders con los lectores de El Informador

Por: El Informador

Fragmento del libro “Lincoln en el Bardo” de la autoría de George Saunders, bajo el sello editorial Seix Barral ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Fragmento del libro “Lincoln en el Bardo” de la autoría de George Saunders, bajo el sello editorial Seix Barral ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Sinopsis

Febrero de 1862. En medio de la sangrienta guerra civil que divide al país en dos, el hijo de doce años del presidente Lincoln está gravemente enfermo. En cuestión de pocos días, el pequeño Willie muere y su cuerpo es trasladado hasta un cementerio en Georgetown. Los periódicos de la época recogen a un Lincoln deshecho por la pena que visita la tumba en varias ocasiones para guardar el cuerpo de su hijo.
A partir de este hecho histórico, Saunders despliega una historia inolvidable sobre el amor y la pérdida que se adentra en el territorio de lo sobrenatural, allí donde tiene cabida desde lo terrorífico hasta lo hilarante. Willie Lincoln se halla en un estado intermedio entre la vida y la muerte, el llamado Bardo según la tradición tibetana. En este limbo, donde los fantasmas se reúnen para compadecerse y reírse de lo que dejaron atrás, una lucha de dimensiones titánicas surge de lo más profundo del alma del pequeño Willie.

I

El día que nos casamos yo tenía cuarenta y seis años y ella dieciocho. Vale, ya sé lo que están pensando ustedes: hombre mayor (no precisamente flaco, un poco calvo, cojo de una pierna y con dientes de madera) ejerce su prerrogativa marital para horror de la pobre jovencita...

Pero eso es falso.

Eso es exactamente lo que me negué a hacer, fíjense.

En nuestra noche de bodas subí las escaleras dando zapatazos, con la cara ruborizada por el vino y los bailes, y me la encontré ataviada con una prenda vaporosa que una tía suya le había obligado a ponerse, con un cuello de seda que le ondeaba un poco al compás de sus temblores. Y no fui capaz de hacerlo.

Me dirigí a ella en voz baja y le abrí mi corazón: ella era hermosa; yo, viejo, feo y gastado; la nuestra era una unión extraña, no tenía sus raíces en el amor sino en la conveniencia: su padre era pobre y su madre estaba enferma. Por eso ella estaba aquí. Yo era perfectamente consciente de ello. Y ni se me ocurriría tocarla, le dije, mientras viera su miedo y... la palabra que usé fue aversión.

Ella me aseguró que no sentía aversión, aunque yo pude ver que la mentira le distorsionaba la cara (pálida, ruborizada).

Le propuse que fuéramos... amigos. Y que de puertas afuera nos comportáramos, a todos los efectos, como si hubiéramos consumado nuestro matrimonio. Tenía que sentirse relajada y feliz en mi casa y esforzarse por convertirla en suya. Y yo no esperaría más de ella.

Y así fue como vivimos. Nos hicimos amigos. Muy amigos. Y nada más. Aun así, ya era mucho. Nos reíamos juntos y tomábamos decisiones sobre la casa; me ayudaba a ser más considerado con el servicio y a hablarles con menos brusquedad. Tenía buen gusto y se las apañó para remodelar con éxito las habitaciones a una fracción del precio previsto. Ver su alegría cuando yo llegaba a casa o encontrármela apoyada en mí mientras discutíamos alguna cuestión doméstica eran cosas que mejoraban mi vida de formas que no puedo explicar adecuadamente. Yo había sido feliz en el pasado, bastante feliz, pero ahora me sorprendía a menudo a mí mismo entonando una plegaria espontánea que decía simplemente: «ella está aquí, ella sigue aquí». Era como si un torrente caudaloso se hubiera desviado para fluir a través de mi casa, que ahora estaba bañada de un aroma a agua dulce y de la conciencia de que siempre se movía cerca de mí algo exuberante, natural y arrebatador.

Una noche a la hora de cenar, sin venir a cuento de nada, y delante de un grupo de amigos míos, se puso a elogiarme. Dijo que era un buen hombre: considerado, inteligente y amable.

Cuando nuestras miradas se encontraron me di cuenta de que lo había dicho de corazón.

Al día siguiente me dejó una nota sobre el escritorio.

Aunque la timidez le impedía expresar aquel sentimien to de viva voz o con sus actos, decía la nota, mi amabilidad hacia ella había producido un efecto muy deseable: estaba feliz y de veras se sentía cómoda en nuestra casa, y deseaba, cito literalmente, «ampliar las fronteras de nuestra felicidad conjunta de esa forma íntima que todavía me resulta desconocida». Y me pedía que le hiciera de guía en este empeño, igual que la había guiado «por tantos otros aspectos de la vida adulta».

Leí la nota, bajé a cenar y me la encontré ciertamente radiante. Intercambiamos miradas de complicidad delante del servicio, encantados con aquello que habíamos conseguido construir entre nosotros a partir de unos materiales tan poco prometedores.

Aquella noche, en su cama, me aseguré de no ser nada distinto de lo que había sido hasta entonces: amable, respetuoso y deferente. No hicimos gran cosa -nos besamos, nos abrazamos-, pero imaginen si quieren la riqueza de aquella repentina indulgencia. Los dos sentimos que subía la marea de la lujuria (sí, por supuesto), pero estaba afianzada por el lento y sólido afecto que habíamos construido: un vínculo de confianza, duradero y genuino. Yo no carecía de experiencia -de joven había vivido con desenfreno; había pasado bastante tiempo (me avergüenza decirlo) en los burdeles de Marble Alley, en el Band-box y en el espantoso Wolf’s Den; había estado casado una vez y había tenido un matrimonio saludable-,pero la intensidad de estos sentimientos de ahora me resultaba completamente nueva.

Acordamos de forma tácita que, la noche siguiente, seguiríamos explorando aquel «nuevo continente», y por la mañana acudí a las oficinas de mi imprenta combatiendo la fuerza gravitatoria que me impelía a quedarme en casa.

Y aquel día -ay- fue el día de la viga.

¡Sí, sí, menuda suerte!

Me cayó encima una viga del techo y me golpeó justo aquí, estando yo sentado a mi mesa. De modo que nuestro plan debería postergarse hasta que me recuperara. Por consejo de mi médico me quedé en mi...

Se consideró que un cajón de enfermo sería... que sería...

                       hans vollman

Eficaz.

                       roger bevins iii

Eficaz, sí. Gracias, amigo.

                       hans vollman

Un placer, como siempre.

                       roger bevins iii

Allí yacía yo, en mi cajón de enfermo, sintiéndome ridículo, en la sala de estar, la misma sala de estar que hacía tan poco (con regocijo y culpa, cogidos de la mano) habíamos cruzado mi mujer y yo de camino a su dormitorio. Luego regresó el médico y sus ayudantes llevaronmi cajón de enfermo hasta su carruaje para enfermos, yentonces comprendí que... Que habría que postergar nuestro plan indefinidamente. ¡Qué frustración! ¿Cuándo iba a conocer yo todos los placeres del lecho nupcial? ¿Cuándo iba a contemplar la desnudez de ella? ¿Cuándo se iba a girar ella hacia mí con plena certidumbre, con la boca hambrienta y las mejillas ruborizadas? ¿Cuándo iba a caer por fin su melena, descocadamente suelta, en torno a nosotros?

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