Dos caritas sherpas, tres, cuatro… cinco caritas de mirada incrédula, se asomaban azoradas al ver cómo aparecían las letras y las imágenes en la pantalla de mi vetusta y aporreada compu portátil (lap top). Estos pequeños hombrecitos morenos, de cara redonda y rasgos con un cierto toque -aunque muy diferente- oriental, se juntaban alrededor de mí como si fuera el cine; y cómo la pantalla se veía mejor en ciertos ángulos, se me encaramaban en las espaldas con sus cuerpos olorosos y sus caritas siempre sonrientes y claro, con mocos a la orden del día. Se azoraban, discutían y soltaban carcajadas con cada palabra que escribía o con cada figura que aparecía. Creo que formábamos un grupo muy alegre y sui géneris en la terregosa explanada afuera del rústico albergue al lado del monasterio de Tiangboche, a los tres mil 750 metros de altura entre las cumbres de los Himalayas, camino al Everest.Una fuerte gripa, que se agudizó hasta llegar a los pulmones, hizo que el jefe de la expedición, me ordenara regresar de inmediato y sin averiguaciones, hasta el poblado de Namche Bazar a los tres mil 340 metros, que hacía unas cuatro horas caminando acabábamos de pasar, para que me recuperara y luego poderla emprender en solitario, con la sola compañía de un pequeño sherpa de 17 años llamado Caluman, para llegar al Campamento Base (cinco mil 545 metros) donde me reuniría nuevamente con los compañeros de la elegantemente llamada “Mexican-Canadian-Expedition” quienes, ya por esos tiempos estarían haciendo entrenamientos y salidas para lograr la cumbre. Sin embargo Tiangboche me gustó tanto, que decidí quedarme unos días ahí para disfrutar del monasterio y sus impresionantes alrededores.Como al apagar mi cómpu mis amiguitos desaparecían por arte de magia, la soledad, el silencio y el aire delgado que llenaba de nada los espacios que rodeaban a las altas cumbres de los alrededores (el bellísimo Ama Dablan por ejemplo) comenzaron a envolver mi espíritu de un extraño sentimiento de soledad, de nostalgia, de belleza, y de sentimientos: lo mismo de alegría, como de respeto y de admiración por la materia negra del infinito, que me hacía recordar que… “el cielo, de lejos es cielo, de cerca… no es nada”, cuando un cierto limbo indefinido y vacío invadió mi espíritu, abrumado por la belleza del lugar donde me encontraba. El Everest (8 mil 848) se dejaba ver allá entre las cumbres de las lejanías del norte: triangular, obscuro y magnífico.Con el Nuptse (7,861) a uno de sus lados, y el Lhottse (8,814) en el otro. Pero aún más cercano a nosotros estaba el bellísimo Ama Dablan (6,856) con su cumbre hermosa y retadora frente al monasterio de Tiangboche, acompañado del imponente Thamserku (6,608) con sus grandes acopios de nieve y hielo que parecieran estar a punto de desprenderse en un enorme alud. Soledad, frío, polvo, viento helado, tañidos ligeros, trompetas y cánticos profundos, eran los perfectos complementos para entender la belleza de las montañas, y por qué no, de la vida misma.Kalumán recibió del “sirdar” (jefe de los sherpas porteadores de la expedición) la misión de cuidarme en todo momento hasta mi recuperación, así es que celosamente vigilaba cada tosido, cada palabra o cada imagen que saliera de mi compu; no se diga cuando salía una foto de alguna escena de las de hacía rato… estallaba en una serie de oh, oh, oh, que pudieran espantar a la musa más querendona que quisiera aparecer. Con toda pena y tacto, tenía que “ordenarle” que me dejara solo por un momento; momento que duraba… “tan solo un brevísimo momento”.Tiangboche: su monasterio y sus cumbres, su aire helado, sus sonidos y su soledad, dejaron una huella imborrable y un hito en mi vida. Doy gracias al Rimpoche (linaje de lama) de Tiangboche por sus sabias palabras -que por supuesto no entendí- y por la Khatag (mascada de seda blanca) que delante de otros monjes ató a mi cuello en señal de amistad.DR