Sábado, 30 de Noviembre 2024
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Se le acercó a Jesús un leproso

El Evangelio de hoy muestra la cercanía y misericordia de Jesucristo, que responde cuando se le llama, atento a la necesidad del enfermo

Por: Dinámica pastoral UNIVA

«Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: Sana!”». WIKIPEDIA/«Jesús limpiando a un leproso», de Melchior Doze.

«Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: Sana!”». WIKIPEDIA/«Jesús limpiando a un leproso», de Melchior Doze.

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Lev. 13, 1-2. 44-46.

«El Señor dijo a Moisés y a Aarón: “Cuando alguno tenga en su carne una o varias manchas escamosas o una mancha blanca y brillante, síntomas de la lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón o ante cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso, y el sacerdote lo declarará impuro. El que haya sido declarado enfermo de lepra, traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!’ Mientras le dure la lepra, seguirá impuro y vivirá solo, fuera del campamento”».

SEGUNDA LECTURA

1Cor. 10, 31-11, 1.

«Hermanos: Todo lo que hagan ustedes, sea comer, o beber, o cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios. No den motivo de escándalo ni a los judíos, ni a los paganos, ni a la comunidad cristiana. Por mi parte, yo procuro dar gusto a todos en todo, sin buscar mi propio interés, sino el de los demás, para que se salven. Sean, pues, imitadores míos, como yo lo soy de Cristo».

EVANGELIO

Mc. 1, 40-45.

«En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.

Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.

Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes».

Se le acercó a Jesús un leproso

Era la lepra un terrible mal. Cargaba con una doble desgracia quien sufría esta enfermedad: su cuerpo, lleno de repulsivas llagas purulentas, se iba cayendo en pedazos, y el leproso era puesto fuera de todo contacto con los sanos. Por una ley muy cruel, el leproso era segregado, obligado a ir lejos incluso de los suyos. En el libro del Deuteronomio aparece esa ley para el pueblo de Israel. De igual manera trataban otros pueblos a los leprosos. Inglaterra los desterraba a la isla de Molokai, en el archipiélago de Hawái.

Un gran triunfo de la ciencia médica moderna fue curar la hasta entonces incurable lepra. Ya no hay en Guadalajara leprosarios como el del Padre Bernal, y no es frecuente ver la imagen desgarradora de los leprosos. Pues bien, San Marcos nos hace saber que un leproso con el peso de su enfermedad y con la desdicha de estar exiliado de los suyos, se le acercó a Cristo.

Una realidad de la que nadie escapa. Ha conseguido el hombre del siglo actual, acortar velozmente las distancias, y tal vez hasta llegue a poner su planta en otros planetas. Ha manejado diversas técnicas para aligerar el esfuerzo que antes el enfermo lograba con sus débiles músculos; ha multiplicado los recursos para hacerle la vida , “más confortable”. Ha alargado un poco el ciclo vital, y aún la ha suavizado muchos dolores físicos. Pero no ha podido evitar todavía que broten lágrimas, ni suprimir el dolor que las motiva. Llorar es un verbo que todos conjugamos. El llanto y la risa son privilegio exclusivo del ser humano.

En otras culturas el dolor es, sencillamente, lo inevitable y sin remedio. El dolor, ante todo, es un gran misterio. Misterio es algo inaccesible a la razón humana; es algo que no se puede comprender o explicar. ¿Por qué, si Dios es amor, hay tanto dolor en la tierra? ¿Por qué son muchas veces los débiles, los niños, los inocentes, los más agobiados por el peso de los sufrimientos? No Dios, sino el hombre, fue y es el causante del dolor, porque el dolor llegó porque el hombre: desobedeció y pecó. No fue el hombre creado para sufrir; el dolor es fruto amargo del pecado: como la sombra sigue al cuerpo, la pena sigue a la culpa. 

El sufrimiento es camino para ir a Cristo. El estado lastimoso en que se encuentra el hombre, su enfermedad y su soledad, iluminan su mente y siente que si no encuentra auxilio en los hombres, lo tendrá en Dios.

José Rosario Ramírez M.

Sentir a Dios en todas las cosas

Ya casi llevamos un año padeciendo la pandemia del Coronavirus. Como al leproso del evangelio de hoy, nos hemos visto arrojados al aislamiento, a la soledad y, en muchos casos, con los enfermos, al miedo, a la incertidumbre, a la constante zozobra incluso del aire que respiramos, al dolor, a los antisépticos, a las vitaminas, a una cierta desconfianza de todo lo que se nos acerca. Los contagiados por la enfermedad se han tenido que enfrentar al encierro, a una todavía mayor soledad, a ser alimentados desde lejos, a rumiar a solas su dolor, su miedo. Con la boca cubierta, el enfermo ha de gritar, como los leprosos, ¡Estoy contaminado!

Pero, por otro lado, somos testigos de la callada solidaridad de la que el ser humano es capaz. En los hospitales, en los centros de salud, en las casas de ancianos, en las familias, los hombres y las mujeres que se resisten, que luchan, que consuelan, que se acercan, que dicen con Jesús: “Sí quiero”. Hemos sido testigos de la silenciosa osadía y esperanza de los que han de arriesgarse cada día al rompimiento de las barreras de distancias en los atestados transportes públicos porque no pueden dejar de llevar el pan de cada día a sus hogares, y a muchos otros que por esta audacia seguirán teniendo lo necesario para vivir. Hemos experimentado la cercanía que trae también el aislamiento con los seres queridos, inventando cada día formas amorosas de estar juntos, de relacionarnos con matices diferentes, de recrear la hondura de nuestros vínculos.

Y a través de todo esto se nos abre el corazón, y esa luz crepuscular de nuestra fe nos hace descubrir y sentir interiormente la callada y misteriosa presencia de Dios en este mundo nuestro de hoy. Esa manera oculta del actuar de Dios en nosotros, ese “no se lo cuentes a nadie” que Jesús decía al leproso curado. De repente, todo se puebla de signos a nuestro alrededor, signos que podemos descubrir y descifrar en lo hondo de nuestro corazón que nos hacen sentir el salvífico “¡Sí quiero: sana!”, del Dios de todos nosotros.

Héctor Garza, SJ - ITESO

Sin amor no hay compasión

Encontramos en el Evangelio de hoy a un Jesús cercano y misericordioso, que responde cuando se le llama, atento a la necesidad del enfermo. El amor del Nazareno es el principal motor para curar.

Cuando el leproso le suplica a Jesús que lo cure, es sin duda, una súplica que sale del corazón, lleno de confianza y seguridad que será escuchado, Si tú quieres, puedes curarme. ¿Qué hace Jesús? Conmoverse desde lo más íntimo. Lo toca y le dice ‘quiero: queda limpio’. 

Ese “quiero” de Jesús muestra la ternura y la riqueza de su mundo interior y revela también la profundidad de su experiencia de Dios: el Padre que amó tanto al mundo que le mandó a su Hijo para salvarlo. El Dios de Jesús no distrae de los males que sufrimos los humanos. Como en los inicios, nos pregunta por nuestros hermanos. Si, a diferencia de las argucias de la razón, la buena voluntad nos conecta sinceramente con la vida, ese “quiero” de Jesús le conecta sinceramente con los proyectos de Dios para que los humanos, todos los humanos, tengamos vida y la tengamos en abundancia.

El despertar del sentimiento de la auténtica compasión en el ser humano requiere que quien la practique esté impregnado en todo su ser de amor verdadero. Sin amor no hay compasión. La compasión movida por el amor ante esta o cualquier enfermedad tiene una sola respuesta: la curación y sanación de todo el cuerpo. Un cuerpo sanado es un cuerpo restituido, restablecido a su verdadero lugar. Jesús no solo cura el cuerpo, sana el interior y restablece la intimidad armónica desde dentro.

La lepra, una enfermedad que en el tiempo de Jesús era sinónimo de dolor, exclusión, repulsión y mucha desesperanza, ya que era incurable. El día de hoy esa lepra sigue existiendo de diferentes maneras, una lepra silenciosa y muchas veces imperceptible, la lepra de la indiferencia, del descarte, de la muerte.

Esta enfermedad sigue siendo tan contagiosa como antes y sigue haciendo igual o peor de daño que antes. Sin embargo, ahora la lepra ha preferido los corazones humanos, los infecta, los pudre y los mata.

La deshumanización es la nueva lepra de nuestros días, acompañada de una serie de signos y síntomas que aíslan al individuo hasta su destrucción. Jesús, que es luz del mundo, el mejor médico por excelencia, quien nos acompaña y guía en esta vida, es el único que puede curar en plenitud.

 La lucha contra la marginación y la exclusión inicia con una actitud: la compasión. Pero debe seguirle el acto que lleve a esta actitud a su plenitud: acercarnos y “tocar”. Tocar la realidad de los demás y colaborar con ella con lo que somos y tenemos. A veces lo que hace falta es solamente un gesto cercano y cariñoso.

Hoy es un buen día para identificar nuestra lepra y suplicarle a Jesús que nos cure, confiados en que seremos escuchados y atendidos.

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