Al solo cruzar el atrio de la iglesia de Santo Domingo en el mero centro de Oaxaca, fue imposible resistirme a comprar la pequeña pulsera que me ofrecía un simpático y dicharachero moreno de cara tostada y picaresca con rasgos más que zapotecos. En sus brazos cubiertos de pequeñas pulseras tejidas en brillantes fibras regionales, me enseñaba el variopinto surtido que exhibía. Una de ellas, que fue la que me llamó la atención, tenía perfectamente tejidas y con claridad sorprendente entre los colores de nuestra bandera, las rotundas palabras de Fuck Trump. Muerto de la risa y sin más averiguación, alargué un billete de cincuenta pesos, haciendo el ademán de que se quedara con el cambio. No -me dijo- vale setenta, esa es la que más vendo; con gusto le agregué otro cincuentón indicándole ahora sí, que se quedara con el cambio. Al llegar al hotel, unos chavitos gringos que estaban en el pequeño comedor, de inmediato notaron la pulsera que yo traía, y sin más ni más, al indicarles donde la había adquirido, salieron destapados a comprar otras iguales. Instantes después llegaron con una decena cada uno, comentándonos que en su escuela las venderían de inmediato al menos en diez veces su valor. Se ve que el trompudo copetón es muy apreciado.En la plaza junto a catedral, me senté en una silla de bolero que estaba desocupada. Un segundo después se acercó el propietario y, en medio de albures muy picantes, me dijo que si quería que les diera grasa a los zapatos o a mis blancos calcetines. Discutimos el precio, y acordamos que me dejaría al dos por uno su trabajo. Al final notamos que los calcetines brillaban más que los zapatos, pero como los tratos son tratos, no hubo reclamación alguna, y nos fuimos a escuchar a un solitario personaje que con toda inspiración frotaba apasionadamente las cuerdas de su violoncelo. Resultó que, cuando le empezamos a pedir algunas de las más conocidas piezas clásicas del barroco, el chelista se emocionó de tal manera que nos brindó un excelente concierto de música clásica que él mismo no quería concluir. Las notas de Bach, Vivaldi, Téleman y secuaces inundaron toda la alameda para la azorada concurrencia que, sin saber una pizca de esta clase de música, estaba visiblemente emocionada al escucharla. Noche memorable con calcetines relumbrantes.La dicha de pasar unos momentos como estos en la plaza de Oaxaca, perdidos entre la multitud anónima y pueblerina, oyendo las insistentes y enjundiosas campanadas de la catedral mientras ayudábamos a levantarse a la hijita de la señora que vende globos que se había tropezado con los ladrillos desacomodados de la plaza; escuchando las notas de Vivaldi mientras, al tratar de ver a la luna gordotota, y esquivar los bombardeos de los pajarracos que habitan en los condominios arbóreos de la plaza, dejábamos al tiempo pasar y pasar sin preocupación alguna, esos son algunos de los privilegios de estar perdido entre las maravillas de Oaxaca. Dejarse querer por esa ciudad es… ya mejor no digo nada. Tan solo vívanlo ¡y punto! como dice Izky mi pequeña nieta, imperativa, enfática y abriendo sus manitas. El siguiente día se volvió insuperable cuando, en camino a la impresionante Mitla tuvimos la suerte de desviarnos un par de kilómetros a Teotitlán del Valle, una población archiconocida por la calidad de sus tapetes de lana tejida. Una bonita finca de estilo clásico que tenía un letrero que decía “Casa El Encanto” fue suficiente para detener nuestra marcha. Al solo dar unos cuantos pasos dentro de la finca y ver la sonrisa y la carita alegre de Doña Julia Gutiérrez, supimos que el encanto ¡era ella misma! sin lugar a dudas.Sentimos cómo su pequeña estatura y su carita redonda y morena se iluminaron al presentarnos llena de orgullo a su hijo y socio Carlos Ruiz quien, con todo respeto y admiración le daba todos los créditos a su -ahora sí que encantadora- madre. La hermosa relación entre madre e hijo fue un bonito preludio para disfrutar de la visita a los telares en donde, con toda paciencia y entrega se dedicaron a mostrarnos, desde los procesos y los materiales naturales que usaban para el teñido de la lana, hasta el hilado de las madejas y el lento proceso de los telares, sin descuidar -presumidos- el intrincado diseño de sus tapetes de que estaban orgullosos, hasta la eficiencia en el cumplimiento de sus compromisos y su entrega puntual en cualquier parte del mundo.El no haber comprado uno de sus magníficos tapetes hubiera sido un crimen. Difícil fue escoger ¡tan solo uno! entre tanta belleza. Después de haber hecho esa terrible decisión, la tarjeta de crédito fue la que salió al quite y, después de haber dado santo y seña de nuestras direcciones nos despedimos, no sin antes haber felicitado a tejedores y empresarios por igual.Nuestro tapete llegó perfectamente envuelto y etiquetado mucho antes que nosotros. Es un bonito recuerdo de estas extraordinarias gentes, que diariamente disfrutamos al entrar a casa.Recordemos que ¡el que no va, no ve!pedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx