Domingo, 29 de Diciembre 2024

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

San Mateo narra la historia de la mujer cananea que se convierte en un modelo de fe y oración unidas, es decir, una fe suplicante

Por: El Informador

La única persona que parece entender la actitud de Jesús es precisamente la mujer cananea. ESPECIAL

La única persona que parece entender la actitud de Jesús es precisamente la mujer cananea. ESPECIAL

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Is. 56, 1. 6-7. “Conduciré a los extranjeros a mi monte santo”.
EVANGELIO: Mt. 15, 21-28. “Mujer ¡qué grande es tu fe!”.
SEGUNDA LECTURA: Rm. 11, 13-15. 29-32. “Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”.

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

La única persona que parece entender la actitud de Jesús es precisamente la mujer cananea.

Acepta, o simula aceptar, las palabras y razones del Maestro, pero, como buena mujer, no se rinde e insiste. “Se postró y de rodillas le pidió: ‘Señor, socórreme’. Y no sólo no se desanima, sino, ante la nueva negativa de Jesús, ella tuvo el gesto y las palabras que cautivaron al Nazareno, que acabó diciendo: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.

Es una imagen desconcertante. Estamos sumamente acostumbrados a ver en acción la compasión de Cristo que el solo hecho de ver la tardanza en Jesús para realizar el milagro, para obrar en la persona, realmente nos impacta. ¿Recuerdan las palabras de Jesús ante las de otro pagano, el Centurión? “¡No he encontrado en todo Israel tanta fe!” (Lc 7,9). En ambas ocasiones, Jesús quiso darnos una lección de fe. De fe desnuda, de la que nace en el hombre especialmente en circunstancias adversas y difíciles. No nos dejemos escandalizar ni confundir, más bien veamos qué es lo que podemos aprender sobre la fe.

Observemos que se trataba de una mujer que no era judía, no era hebrea, se trataba de una mujer que pertenecía a una región muy conocida, sobre todo en el antiguo testamento, por la presencia de la brujería y la magia, abundante culto a los baales, esto era lo que pululaba en las regiones de Tiro y de Sidón, la región del mundo Fenicio. Era un mundo lleno de brujos, y lo primero que quiere Nuestro Señor es no ser confundido con “otro brujo más”. Cabe suponer que en esta mujer sería lo más lógico, que seguramente habría buscado ayuda en otros lugares. La mujer, al ser “rechazada” por Cristo en un primer momento, no se va a otro sitio, persevera eligiendo a Cristo. La fe supone entonces una elección perseverante de Jesucristo en mi vida, elemento esencial de la fe.

La fe presume una actitud de humildad. La displicencia, con la que seguramente ella se sintió tratada, hubiera podido provocar en cualquiera de nosotros una reacción de recelo, resentimiento, o incluso rencor. Eso no pasa en ella, es humilde, tan humilde que, incluso después de sentir el rechazo, va a postrarse delante del Señor. La fe falsa muestra la arrogancia de lograr lo que yo quiero. Humildad, segundo elemento esencial para nuestra fe.

Por último, ella deja el resultado final en Cristo, es decir, confía. Confía profundamente en Jesús, esto es lo propio de la fe. Él sabrá qué es lo mejor, cómo y cuándo obrar, y en Él pongo toda mi esperanza. Esta mujer cananea se convierte en un modelo de fe y oración unidas, es decir, una fe suplicante. La grandeza de su fe suplicante radica en su actitud personal, cómo reconoce a Jesús; pues se abre con pobreza de espíritu a la voluntad de Dios, a la primacía de su reino y de su justicia, y simultáneamente al bien del otro.

Domingo vigésimo primero ordinario

La buena nueva es Cristo

Con 12 hombres sencillos, sin letras, sin títulos, sin apoyos humanos, Jesús el Hijo de Dios se propuso y fundó un Reino eterno.

Un día los llevó a tierras apartadas, lejanas: a la región de Cesarea de Filipo, allá entre sauces y terebintos, donde nace el río Jordán, al pie del Monte Hermón.

Él va y ellos le siguen. Tras año y medio de cercanía, de amistad, ellos han sido testigos de los hechos prodigiosos, de los milagros, y atentos oyentes de sus enseñanzas. Es la hora de mostrarles la forma de gobierno en el Reino.

Hacen un alto en el camino. Ahora no hay multitudes, sólo el Maestro y los 12. Todo se presta a un trato cercano, familiar. Él les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?” No es ignorancia, porque el Señor todo lo sabe. No cabe tampoco que la pregunta la inspire una vana curiosidad. Es una preparación: Es el primer peldaño para llegar a la altura del pensamiento a donde pretende llevarlos.

Saltan luego las respuestas: “Unos dicen que eres Juan el Bautista” -poco antes degollado en un calabozo por orden de Herodes Antipas, para complacer el capricho de una mujer malvada-o “Otros, que Elías”, aquel profeta arrebatado al cielo en la antigüedad por un carro de fuego. “Otros, que Jeremías o alguno de los profetas”.

Tal vez siguió un compás de silencio, para que ellos le dieran al pensamiento la oportunidad de ahondar en ese momento en que estaban, ante quien no podía permanecer sin ser objeto de atención, de inquietud, de interés, en tener idea clara de quién era y por qué hacía lo que hacía.

Ya era tiempo de soltar la pregunta directa a ellos, para tener de los doce la respuesta verdadera, trascendental: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo”. “Ustedes, los que dejaron sus barcas, sus redes, su oficio, su tierra, sus familia s, para seguirme y siguen aquí conmigo, ¿por qué andan conmigo? ¿Quién soy yo para ustedes?” .

Jesús pretende que ellos abran su pecho. Uno habló por todos; la respuesta llegó por boca de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Ya con esta respuesta , la conversación llegó a nivel vivo, trascendente, mesiánico. La respuesta de Pedro no fue por in spira ción natural, ni por larga investigación. Por eso le contestó Jesús: “Bienaventurado eres, Slmón, hijo de Juan, porque no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

José Rosario Ramírez M.

La mirada del Otro

Pensadores como Tzvetan Todorov postulan que la mirada de los otros, de los demás, hace posible que el neonato progresivamente se humanice. El niño, en un determinado momento de su crecimiento, no sólo intenta captar la atención de la mirada de sus progenitores para solicitar atención en sus necesidades (alimentación, abrigo, etc.), sino que el deseo biológico de la conservación de la vida se transforma en reconocimiento. Umberto Eco, en dialogo epistolar con el cardenal Carlo Maria Martini, señala que se trata de “una condición fundadora, es el otro el que nos define y nos forma. Nosotros –así como no logramos vivir sin comer o sin dormir– no logramos entender quiénes somos sin la mirada y la respuesta del otro”. Venir al mundo significa incorporarse a la mirada de los otros que nos confirman en nuestra existencia, al mismo tiempo que se abre la posibilidad de recrear la manera de ver la realidad, pues no se trata de una imagen fija o congelada en la que nos vemos reflejados, se trata de la historia, es decir, de un proceso dinámico de transformación del mundo que habitamos. 

En el encuentro con el otro se experimenta la mirada del Otro con mayúsculas (“Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron”, Mt 25, 40).

La mirada del Otro en la tradición judeocristiana está profundamente implicada con la vida de los seres humanos, en sus sufrimientos, anhelos y esperanzas; actúa en consecuencia pues no permanece indiferente (“¡He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias!”, Ex 3, 7). La implicación es una pasión en el sentido de padecer con, de ser poseído por la realidad. Esta mirada nos descubre al Dios cercano y entrañable, que camina con nosotros, que comparte nuestra condición humana. Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales invita a dejarnos mirar por el Otro, porque en su itinerario espiritual ha experimentado el misterio del Amor, hecho hombre en la persona del Señor Jesús, capaz de recrear todas las cosas.

Luis Alfonso González Valencia, SJ - ITESO

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