El escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez vuelve a la novela con “Los sueños de la serpiente” (Alfaguara, 2017), una historia donde confluye el relato personal entre lecturas y hallazgos, con la vida narrada de un personaje centenario y misterioso que pasó de migrante en Estados Unidos a ser testigo del mal en la Unión Soviética. En su más reciente visita a Guadalajara, platicamos con el autor sobre esta nueva publicación. -El primer tercio de la novela entra en lo que ahora llamamos autoficción, incluso Alberto Manguel lo menciona como un “sabio relato autobiográfico” en la nota que acompaña al libro. -Sí, aunque no me gusta el término autoficción; pero pensé que era un acto de sinceridad dar a entender cómo esta novela (que es sobre el desconcierto de alguien que ha perdido la memoria y trata de recuperarla) tenía que ser contada desde el efecto que causa ese desconcierto. Alguien que desde afuera recibe señales dispersas. Ese quien las recibe soy yo. Así me fue llegando en la vida toda la información contenida en la novela. Pienso que la literatura no se divide en géneros: es una convención social, una decisión histórica. Uno escribe lo que quiere y luego se acomoda en una forma. Me parecía importante: un libro sobre el deseo se escribe desde el deseo, como “Los nombres del aire”. Este es un libro sobre el desconcierto, escrito desde el desconcierto. -Es una novela de la memoria y de la identidad. -Hay una parte de la identidad que tiene relación con la memoria. Pero hay que tener la consciencia de que la memoria es invención: muchas cosas que creemos recordar las estamos modificando -Una referencia artística en la novela son los collage: el libro (y la memoria) también son una especie de collage. -Todo el libro es un collage: el hombre que recuerda lo hace a tropezones, recuerda fragmentos, cosas aisladas que va poniendo juntas. Incluso si tienen continuidad, al momento de ponerlas juntas es un collage. El collage que yo cuento aquí es muy parecido al que hacen las presas de Santa Marta Acatitla: expresan de una manera muy fuerte una interioridad humana. Que vale la pena explorar un equivalente narrativo de esa interioridad perturbada. -Una constante en ese rol de la creación: tanto las presas como el personaje al escribir descubren lo que llevan dentro al hacer collage o escribir. -Sí, la idea implícita al usar el arte para contar cosas es que el significado no solo está en las palabras: también está en las imágenes. Y cuando son imágenes especiales, con esa fuerza, pueden formar parte de una narración como una algo que no esperamos.-Hay partes del libro que se acercan al ensayo, como en las que comenta la obra de Oliver Sacks. -En todo lo que escribo hay un asombro, un maravillarse de algo; hay una narración también; y hay una reflexión, es decir, un ensayo. Está en todo lo que he hecho, en diferentes dosis. Son tres géneros distintos. Para mí es importante pensar que no hay una forma para contar todo: cada contenido, cada pasión y cada deseo necesita que se haga el esfuerzo como escritor para contarlo de manera distinta. La forma es parte del contenido. La forma es la extensión de lo que se cuenta y que extiende su brazo hacia el lector. El lector no solo es alguien que lee: es alguien que es tocado por el deseo cuando se narra el deseo. -Aunque desde el comienzo hay señales de que aparecerá el tema, llama la atención cuando surge la Unión Soviética y el desarrollo en el libro, ¿cómo decidiste incluir esta temática? -Siempre me ha interesado el tema de la relación de los creadores con el poder. En mi libro Con la literatura en el cuerpo la mitad son ensayos sobre autores que tienen problemas con el poder, gran parte el poder soviético. Fue visto como la gran ilusión del siglo: la idea de que todo cambiará pero se convierte en una pesadilla. Es una idea de la política y del mal: se piensa que será un paraíso, pero se convierte en un infierno. -Otro constante en la novela son las referencias literarias. -Hay una idea que permea todo el libro: artistas considerados locos, o que estuvieron encerrados en manicomio. Le sirven al hombre que no recuerda nada, por alguna razón. Cuando el personaje está con el doctor le pide que le cuente sobre sus padres. Como no recuerda, le dice, ‘Escoge algunos, aquí hay una biblioteca: en lo que escojas habrá algo de verdad. No de verdad anecdótica, no son tus padres: pero sí de verdad profunda’. -Esta nueva novela y su exploración estética, ¿qué tanto puede ser el germen de un nuevo ciclo, como el Quinteto de Mogador? -Cuando trabajo me meto en un mundo, soy un autor de ámbitos. Para crear eso hay que vivir en ese ámbito: hay una dosis de intimidad, de desafíos. Haber creado todo el ámbito en el que crece está novela me da elementos para contar otras historias. Hay varias historias pendientes: la de la poeta Anna Ajmátova, que nada más se menciona, la del cineasta Serguéi Eisenstein o las historias de Beria (jefe de la policía soviética). Cuando ya se cansaron de ser asesinos, de matar miles de personas y se dicen ‘Vamos a pensar concretamente en personas y hacerles el daño poco a poco’. Dicen que Beria le contaba una historia cada día a Stalin, y si le gusta da la orden de que se ejecute. Es como una Sheherezada del mal, de la banalidad del mal.Otro personaje que surgido de la historia que ronda en “Los sueños de la serpiente” es Sylvia Ageloff, de la que Alberto agregó: “Una mujer que fue engañada, abandonada. Y para colmo, todos los que hablan de ella, dicen que es fea. Me pareció insultante. Es una observación fuera de lugar, ¿por qué con una mujer sí? No solo es sexista, también está fuera de lugar e impide pensar. Es uno de los problemas del machismo: ciega, impide ver la realidad”.