Si la injusticia es parte de las fricciones inevitables de la máquina del gobierno, dejemos que siga su marcha; tal vez la fricción termine por suavizarse -al fin y al cabo, la máquina terminará por desgastarse. Si la injusticia tiene sus propios resortes, poleas, cables o manivelas, quizá podamos considerar un poco más hasta qué punto el remedio sería peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que nos exige convertirnos en agentes de la injusticia para otros, entonces yo digo: incumplamos la ley. Transformemos nuestra vida en una fricción que detenga la maquinaria. En cualquier caso, cuidemos de no convertirnos en el instrumento de la misma injusticia que condenamos.En cuanto a la posibilidad de utilizar los medios que el Estado ha creado para remediar el mal, no tengo conocimiento de tales medios. Toman mucho tiempo, y la vida de un hombre es demasiado corta. Tengo otras muchas cosas que hacer. No vine a este mundo con la misión fundamental de convertirlo en un buen sitio para vivir, sino para vivir en él, sea bueno o sea malo. Un hombre no está obligado a hacerlo todo, sino sólo algo; y puesto que no puede hacerlo todo, es innecesario que lo que haga sea algo injusto. No es asunto mío dirigir peticiones al gobierno o a los legisladores, del mismo modo que ellos no me dirigen peticiones a mí. ¿Y en todo caso, si ellos no me escuchan, qué haré entonces? Para esto el Estado no suministra ninguna vía: en su propia Constitución radica el mal. Esto puede sonar demasiado severo, terco y poco conciliador, pero es tratar con la mayor amabilidad y consideración al único espíritu que lo merece o puede apreciarlo. Como el nacimiento y la muerte, que convulsionan el cuerpo, se trata de un cambio para mejorar.No vacilo en afirmar que aquellos que se llaman a sí mismos abolicionistas deberían retirar inmediatamente su apoyo personal y económico al gobierno de Massachussets, sin esperar a constituir una mayoría de unidad que les otorgue el derecho de prevalecer sobre los demás. Creo que basta tener a Dios de nuestro lado, sin esperar a aquello otro también. Más aún, cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya, de por sí, una mayoría.Me entrevisto cara a cara con este gobierno o su representante una sola vez al año -nada más-, en la persona del recaudador de impuestos. Es la única forma en que una persona de mi posición ha de encontrarse inevitablemente con él. Entonces dice bien claro: “Reconózcame.” Y el modo más simple y efectivo y hasta el único posible de tratarlo en el actual estado de cosas, de expresar mi poca satisfacción y mi poco amor por él, es rechazarlo. Mi vecino civil, el recaudador de impuestos, es el hombre de carne y hueso con el que tengo que tratar; después de todo, yo disputo con personas y no con papeles, y él ha elegido voluntariamente ser un agente del gobierno. ¿Cómo hará para saber cuál es exactamente su función y su cometido como funcionario del gobierno -o como hombre-, si no hasta que se ve obligado a decidir si ha de tratarme a mí, que soy su vecino a quien respeta, precisamente como a un vecino y hombre honrado, y no más bien como a un desequilibrado que está alterando la paz? ¿Cómo puede pasar por alto ese sentimiento de buena vecindad sin que lo asalten pensamientos o palabras más rudos e impetuosos, como correspondería a la acción que emprende? Estoy convencido de que si mil, o cien, o diez hombres a quienes pudiera ahora nombrar, si solamente diez hombres honestos, incluso si un solo hombre HONESTO en este estado de Massachussets dejara en libertad a sus esclavos y rompiera su vínculo con el gobierno nacional, y fuera por ello encerrado en la cárcel del condado, ese acto significaría la abolición de la esclavitud en América. Lo que importa no es qué tan pequeño sea el comienzo; lo que se hace bien una vez, se hace para siempre. Pero no; en su lugar, preferimos hablar de ello: insistimos en que esa es nuestra misión. La reforma cuenta con docenas de periódicos a su favor, pero no cuenta con un solo hombre. Fragmento del ensayo “Desobediencia civil” de Henry David Thoreau. Traductor: Sebastián Pilovsky Coedición publicada en 2018 por Impronta Casa Editora y Territorio, dentro del proyecto “Grieta, papeles insurrectos”.