Ha pasado más de un lustro. Aterrizaba en Los Pinos y se definía como la personificación del nuevo PRI. Un líder reformista, pragmático y que presumía de haber domado a su partido. Se asumía como la cabeza más visible de una generación de priistas que buscaban estripar los fantasmas del autoritarismo y la corrupción. Se veían destinados a enterrar, de una vez y para siempre, el legado nacionalista revolucionario que marcó al PRI por décadas. Así llegó Enrique Peña Nieto, aunque acordarnos de aquellos momentos parezca como desenterrar la prehistoria.A pesar de la retórica y los discursos, la realidad muerde, como alguna vez tituló The Economist. El nuevo PRI era simplemente una adscripción etaria. Eran jóvenes, pero con las mismas mañas que sus antecesores. Rápidamente, como fichas de dominó, fueron cayendo uno tras de otro. Javier Duarte, César Duarte, Roberto Borge, Roberto Sandoval, la nueva generación se desmoronaba.Enrique Peña Nieto buscó blindar a su partido frente a los casos de corrupción que se apilaban en la sede del tricolor. Decía que eran simples “manzanas podridas”, pero que su proyecto reformista no sufría daños. Empero, el blindaje no resistió. Primero, el escándalo de la Casa Blanca, un conflicto de interés de libro -no de la primera dama, sino de Peña Nieto- se llevaba “entre las patas” el proyecto de infraestructura más ambicioso del sexenio: el tren bala de la Ciudad de México a Querétaro. Tras las revelaciones, comenzaron a surgir propiedades irregulares de los dos hombres fuertes del gabinete: Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong.Tras las revelaciones que afectaban al círculo íntimo de la Presidencia, se abrió la Caja de Pandora. Desde aquel momento, la corrupción pasó a ser el principal problema del país. Ocho de cada 10 dicen que el país tiene un problema grave de corrupción. Adiós a la discusión sobre las reformas estructurales, la economía y los empleos. Nos enteramos de la estafa maestra, un mega fraude por más de siete mil millones de pesos. La presunta financiación irregular de la campaña de Enrique Peña Nieto por parte de la trasnacional Odebrecht, calculada en una cifra de 200 millones de pesos. Y qué decir de las nuevas revelaciones que apuntan a que se desviaron más de tres mil millones de pesos durante la gestión de Rosario Robles al frente de la Secretaría de Desarrollo Social y de Desarrollo Territorial y Urbano, tras las revisiones de la Auditoría Superior de la Federación. El modus operandi es similar: la subcontratación de empresas fantasma.Es difícil determinar si el actual es el sexenio más corrupto de la historia del país. Sobre todo porque durante décadas era imposible determinar los montos desviados y malversados. No existía prensa libre y tampoco órganos autónomos de fiscalización. Lo que sí podemos decir es que la administración del priista se encamina a ser la más corrupta desde que podemos hablar de que en México existen instituciones libres y democráticas 1997-2018. Cuantitativamente -por el monto sumado de todos los casos-, sin duda. Y cualitativamente, considero que también.La corrupción de la administración de Enrique Peña Nieto se explica por tres razones. La primera: la opacidad de la campaña. La mayoría de los casos de corrupción que afectan al mexiquense encuentran su origen en el proceso electoral de 2012 o en los últimos años de su mandato como gobernador del Estado de México. Quién no recuerda las triangulaciones a través de tarjetas de Monex y Soriana que sirvieron para la movilización electoral. El INE multó a la coalición que impulsó a Peña Nieto, pero las suspicacias sobre los fondos y el manejo de los recursos persistieron. La relación con grupo HIGA, OHL y Odebrecht parece tener un claro componente electoral. Odebrecht pagó campañas por toda América Latina y las consecuencias han sido durísimas en Brasil y Perú, por poner un par de ejemplos. En México ni siquiera se han abierto investigaciones formales.Y ése es el segundo problema que explica la profusión de casos de corrupción durante el sexenio de Peña Nieto: el secuestro de las instituciones. El peñanietismo es un destructor de instituciones. En el discurso, el Presidente denuncia el populismo, pero en la práctica no duda en utilizar los programas sociales para ganar votos, la Cancillería para atacar a sus opositores, la Función Pública como abogado defensor y la Procuraduría para archivar los casos que amenazan a la estabilidad presidencial. El problema no es la corrupción en sí, que lamentablemente existe hasta en Suecia, sino la utilización de las instituciones para proteger a los corruptos y evitar que sean perseguidos por la justicia.Tercero, una oposición tímida, calculadora y oportunista. Los buenos gobiernos necesitan buenas oposiciones. En México, los contrapesos no son entendidos como fundamentales para la consolidación de la democracia. Sin embargo, durante los primeros cuatro años del Gobierno de Peña Nieto, los principales partidos de oposición prefirieron mirar para otro lado. PAN y PRD, principales responsables de señalar las desviaciones de una administración que mostraba rápidos síntomas de descomposición, decidieron callar y buscar prebendas con el Ejecutivo. Así, buena parte de las consecuencias de las decisiones tomadas por el mexiquense desde Los Pinos son también responsabilidad de panistas y perredistas que, a través del Pacto por México, decidieron pavimentarle el camino al partido en el Gobierno.Frente a un Presidente que llegó con sospechas sobre las intenciones de sus patrocinadores, la erosión de las instituciones y la actitud mezquina de la oposición, la sociedad civil dio un paso al frente. El que concluye es el sexenio de los ciudadanos: las manifestaciones contra los gasolinazos, la presión para incluir la declaración 3 de 3 en la legislación, la prensa libre que arriesgó su empleo para denunciar lo que olía a irregular y los colectivos que se opusieron a una agenda elitista que no tomó en cuenta a los ciudadanos. De igual manera, frente a las resistencias de la clase política para dar solidez al Sistema Nacional Anticorrupción, una parte de la ciudadanía se movilizó para denunciar el intento de dinamitar el proyecto de combate a la impunidad más serio en décadas. Una buena y una mala. La mala es que sí recordaremos el sexenio de Peña Nieto como uno de los más corruptos que nos ha tocado ver. Sin embargo, la buena es que allá afuera hay una masa crítica, ciudadanos dispuestos a movilizarse para defender la democracia, el estado de derecho y el combate a la impunidad. Eso genera más esperanza que miles de reformas juntas.YR