El discurso político tiene como objetivo la conquista del sentido común de la gente. Y el sentido común, aunque parezca una tierra desprovista de complejidades, es en realidad el paraíso de la ideología. El sentido común se construye de lo que aprendimos del pasado, lo que vivimos en el presente y lo que pensamos que puede ser el futuro. No es la racionalidad pura, sino una mezcla de emociones, atajos cognitivos, miedos, incertidumbres, pasiones. La política quiere colarse ahí: a lo más íntimo de la conversación que tenemos cotidianamente con nuestra conciencia.El sentido común es la explicación-y, por lo tanto, la respuesta- que le damos a los problemas que vemos a nuestro alrededor. ¿Por qué hay tanta inseguridad? ¿Por qué no me alcanza la quincena? ¿Por qué el parque de mi colonia está descuidado? ¿Quién permitió que la ciudad esté llena de bache? ¿Por qué hay tanta corrupción en el Gobierno? ¿Por qué existe la pobreza? ¿Quién es el responsable de que tantos jóvenes no puedan estudiar? ¿Por qué el servicio de salud público es tan malo? ¿Por qué nuestras calles están llenas de mexicanos pidiendo ayudas económicas? Todas estas preguntas constituyen un imaginario que aglutinan una serie de respuestas que sintetizan la visión que tenemos de país. Por ello, dos personas viendo lo mismo, podrían tener dos opiniones totalmente distintas. El sentido común se alimenta de la ideología.Las elecciones enfrentan dichos imaginarios. Relatos sobre lo que vemos y vivimos. Por ejemplo, la pobreza. Alguien puede decir: la pobreza se debe al modelo neoliberal, que abandona a los más desfavorecidos a su suerte. El Gobierno desaparece y las desigualdades se reproducen vertiginosamente. Otro, por el contrario, podría decir: no, el pobre es porque así lo quiere, porque quiere ser mantenido por el Gobierno y por terceros. Cada uno define su suerte. Tal vez ninguno de los dos debatientes niegue que haya pobreza, pero las causas de ella suponen respuestas políticas diametralmente distintas. Es lo que George Lakoff explicó en uno de sus más afamados textos: el primero apostará por el Gobierno como padre comprensivo y caritativo, y el segundo como padre castigador y ejemplarizante.La elección de 2018 en México supone una guerra de imaginarios. Tal vez sería injusto señalar que todo el debate se reduce a dos relatos que buscan seducir al cuerpo mayoritario de electores. Sin embargo, todo proceso electoral, toda campaña, busca la simplificación en el mensaje. Quien se coloca en medio de esa batalla queda atrapado entre fuegos. Conquistar el sentido común del mexicano promedio es también simplificar el discurso, enfatizar las contradicciones y exagerar la distancia entre los relatos que se colocan en la mesa electoral.A un relato le llamo: “a pesar de todo, no estamos tan mal”. El PRI, como Gobierno y exponente de la continuidad es el partido político que más acude a este discurso. La idea central es: es cierto que las tasas de crecimiento no son las mejores, que la inseguridad no ha dado cuartel durante una década y que la percepción sobre la corrupción del Gobierno está en niveles altísimos. Sin embargo-y ahí está el matiz-, no somos Venezuela, aquí se generan empleos, existe estabilidad, instituciones más o menos funcionales, inflación controlada y el resto de indicadores que prefiguran valorar el estatus quo. El relato se construye sobre la base de un México con estabilidad económica, con una endeble pero existente clase media y distinta a otros países de América Latina. “No demos un salto al vacío”, es una de las frases más repetidas de los principales liderazgos del PRI desde 2015. Una continuidad con crítica y matices, pero el relato busca decirle al mexicano promedio: cuida lo que tienes, que nadie te asegura que una radical no pueda echar todo a la basura. En 2006, el PAN logró detener a López Obrador con un relato que tocaba las fibras más íntimas de los miedos de las clases medias.Por el otro, está el relato más rupturista de López Obrador. Lo podemos llamar: “el México pobre y corrupto se debe a que siempre han gobernado los mismos”. El país que pinta el tabasqueño es el del México pobre, excluido y gobernado por sátrapas. El pueblo mexicano es bueno por naturaleza, pero sus dirigentes son la corrupción convertida en sistema. “La mafia del poder”, esa articulación entre poderes políticos y económicos que tienen como fin saquear al país. El discurso de Morena, más que de López Obrador a últimas fechas, busca hacer una continuidad entre el viejo régimen, la transición y los gobiernos de alternancia. Y no sólo eso, detrás de la argumentación, existe una ofensiva que entiende que los gobiernos del México post-transición son corruptos porque sus líderes siempre lo fueron. México saldrá de sus problemas cuando se vayan los corruptos, representados en el PRIAN, y lleguen aquellos que asumen el servicio público con honestidad valiente. El voluntarismo como eje de la construcción del país.El Frente Ciudadano por México ha querido colocar un relato que dispute ambos imaginarios, pero hoy en día está lejos de entrar en el sentido común de los ciudadanos. El Frente habla de “cambiar del régimen -no habla del sistema-, y asume buena parte del proyecto reformista de la administración que se va. Se mueve entre coqueteos con el rupturismo y acercamiento a la estabilidad. Es todavía el discurso del Frente una enunciación muy elaborada que conecta más con las élites y el círculo rojo, pero que todavía no tiene una historia tan contundente que contar al gran público. Es su riesgo: perderse entre dos modelos de país que se disputan con más nitidez.Las elecciones son una competencia en donde juegan muchos factores -movilización, penetración, candidatos, etcétera- y en donde la disputa por el relato es fundamental. En 2006 la doctrina del miedo de Felipe Calderón funcionó como un shock entre los ciudadanos que temieron embarcarse en una aventura que los llevara al desierto sin retorno. En 2012 el relato de las reformas de Peña Nieto pudo con el mensaje más duro y rupturista de López Obrador. A siete meses de la elección, las cartas están echadas.DR